“Dos pueblos, el nuevo y el viejo y patricio de casas bajas,
de viviendas nobles levantadas sobre piedras sillares como un ara solis fundacional y primigenio,
convivían en la ciudad encajada entre callejones y travesías marinas, malecones
señoriales y viejas calles trazadas a cordel. De cuando en cuando aparecía una
plaza, o una recoleta plazoleta donde un grupo de niños jugaban a la rayuela. Los
nuevos edificios tenían esa palidez mortecina de la piedra picada, la plácida
suavidad del cemento enfoscado de blancos impolutos, la brevedad de maderas
barnizadas o el desafío de las ventanas abiertas a la hora del oreo.
Por todas partes crecían los limoneros con sus frutos
permanentes. Centenares de árboles en jardines y patios, festoneando los
paseos, creciendo por la ladera de la montaña. Limonero, limones perpetuos que
se fundían en los árboles. A veces venían barcos que llenaban sus panzas con
miles de esos frutos amarillos como las flores de los tojos, que anunciaban la
primavera, o como las diminutas flores de las mimosas que levantaban
tempestades doradas los días de viento que siempre traía marzo.
Un centenar de naranjos plantó mi padre en los escasos
huecos que dejaban libres los limoneros. Llegaron en un barco que viajó desde
Valencia y fueron creciendo con los soles de las naranjas redondos y rotundos
colgando de las ramas.
El pueblo entero era de azahar. El perfume de la brisa
embriagaba los sentidos todos, y fue entonces cuando mi padre tuvo la ocurrencia
de rentabilizar frutos y olores, y montó para el pueblo mancomunado la primera
fábrica de agua de azahar de que se tiene noticia y que supuso el principio de
una prosperidad colectiva.”
Obra: "Brumario" (novela)
Autor: Ramón Pernas
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