domingo, 20 de septiembre de 2015
PALABRA DE ESCRITOR
"Las revoluciones las hacen hombres de carne y hueso, no santos, y todas terminan por crear una nueva casta privilegiada"
Carlos FUENTES
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viernes, 11 de septiembre de 2015
11-S. 14º ANIVERSARIO
EL DÍA EN QUE EL MUNDO SE VISTIÓ DE LUTO.
http://www.infobae.com/2011/09/10/1033295-el-11-s-numeros
EN MEMORIA DE LAS VICTIMAS
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lunes, 7 de septiembre de 2015
PRESENTANDO "La jugada perfecta"
2015. El escritor alemán Herbert GENZMER me invitó a intervenir en la presentación de la versión española de su novela "La jugada perfecta".
Texto de la presentación:
Agradezco a Herbert Genzmer haberme dispensado
el honor de presentar su novela a los lectores de Barcelona.
Algunos de los presentes conocen bien a
Herbert Genzmer y su trayectoria. Para los que no, quiero decirles que es un
autor conocido y reconocido no sólo en su país, Alemania, sino en otros países
europeos y en los Estados Unidos de América.
Como lingüista y filólogo, ha ejercido como
profesor en varias universidades europeas y estadounidenses, habiéndose doctorado
por la de Berkeley —(de la tesis doctoral hablaré más tarde)— y tiene escritos
y publicados artículos, manuales y gramáticas.
Al margen de sus trabajos lingüísticos, ha
escrito y publicado narrativa. Relatos y novelas. Herbert Genzmer ha publicado,
en total, 36 libros más o menos y se le han otorgado varios premios y
distinciones.
Es motivo de satisfacción, por lo tanto,
tenerle hoy aquí, entre nosotros. Y ahora, hablemos de la novela.
Para empezar una confidencia: cuando
Herbert me entregó este libro yo no le hice ninguna pregunta acerca del mismo;
cuando Herbert supo que lo había leído, él no me hizo ninguna pregunta sobre el
libro tampoco. Por mi parte ni indagué ni quise leer opiniones al respecto para
que nada me condicionara, ni consciente ni inconscientemente. Les hablo pues,
honestamente, y como mera lectora.
De ahí que voy a orillar los aspectos
técnicos como pueden ser los distintos narradores, la trama y el tratamiento de
la intriga. Sólo les digo que el dominio del oficio se hace patente en esta
novela.
Sí, tal como reza la reseña es una novela
ágil, trepidante, encuadrable por el tema en el género negro, pero con unas
“cargas de profundidad” poco frecuentes en el género. Provoca al lector y éste
se hace preguntas y ensaya respuestas adicionales a las contenidas en la propia
narración.
Es un libro inteligente que produce en el
lector honda satisfacción. Dicen que un buen libro es aquel que no se agota con
una sola lectura. “La jugada perfecta” pertenece a esta categoría.
Puesto que son los personajes quienes
construyen la historia, empezaremos por ellos.
La vida de Félix, el protagonista, discurre
entre el juego y el engaño, el timo y la jugada, la estafa, la elaboración de
la mentira que es, en definitiva, el tema de fondo.
En mi opinión, el protagonista es uno de
los logros más relevantes de la novela.
Vemos que su modo de actuar, constante, va
más allá de la mera adaptación al entorno. Es camaleónico, un proceder que
cuando es instintivo nace del temor al medio y cuando es aprendido nace del
cálculo para medrar en él.
¿Qué encontramos en Félix? ¿Qué encontramos
en el personaje? Carencias, por supuesto. Percibimos el desarraigo, la
desafección, la inseguridad, el miedo. Y la falta de empatía.
—Al hilo de la empatía: recuerdo haber
leído que cuando a Gustave Gilbert, responsable de la valoración psicológica de
los recluidos en la prisión anexa al Tribunal de Nuremberg, le preguntaron qué
era el mal, su origen, dijo: “El mal es la ausencia de empatía”—.
El mal; el mal nos lleva al lado oscuro del
personaje, merece destacarse en la novela un episodio donde se aúnan belleza y
sordidez o, si se prefiere, belleza visual y muerte. En este episodio, Félix,
el protagonista, nos recuerda a Martin Von Essenbeck, el personaje interpretado
por Helmut Berger en “La caída de los dioses”, la primera cinta de la Trilogía
Alemana del realizador italiano Luchino Visconti. Belleza y sordidez, belleza y
muerte trenzadas como supo hacerlo en su obra Thomas Mann, de quien Visconti
era ferviente admirador.
Un guiño, tal vez, que nuestro escritor
hace a la gran figura de las letras alemanas.
Leí ayer que en la reseña de un periódico
suizo se ha dicho de Herbert Genzmer que “es el más norteamericano de todos los
narradores alemanes”. Yo aquí discrepo un poco o, al menos, quiero introducir
un matiz: si nos referimos a la forma, al estilo narrativo claro, directo y sin
ornamentos añadidos, a la visualidad, a su forma muy cinematográfica de
relatar, quizá pueda estar de acuerdo pero el alma, no. El alma es europea.
El autor es un buen conocedor del género
humano y nos descubre un personaje psicológicamente muy interesante, capaz de
provocar desde el desprecio hasta, en ocasiones, cierta fascinación.
Destaca también, en “La jugada perfecta” el
magistral tratamiento de los espacios.
Transitamos por distintos países, paisajes
y ciudades. Vemos su colorido, apreciamos sus olores, escuchamos sus ruidos,
las pisadas de sus habitantes, sus rostros, sus gestos…
El autor, como excelente observador que es,
nos obsequia con todo lujo de detalles que nos permiten “verlo todo” pero verlo
—como diría— verlo “todo a la vez”. Las descripciones resultan completas y al
mismo tiempo ligeras, livianas gracias a su escritura —digamos— veloz. Esto
revela una gran maestría.
Para mencionar en este sentido algo
concreto, para poner un ejemplo, hay una secuencia en una plaza de Esmirna, en
torno a un reloj de torre, que es de antología. Y no es la única.
Esta historia, además, nos sitúa en la
horquilla temporal que va desde la II Guerra Mundial hasta la actualidad, con
énfasis en los años 60 y en el repuntar económico germano, lo que se dio en
llamar el milagro alemán.
Hallamos pues elementos sociales y económicos
no sólo referenciales sino puestos en cuestión. No es una novela de denuncia
social porque el autor se explica desde la asepsia en este sentido, toma una
cierta distancia, pero la crítica es clara y puede levantar alguna ampolla.
Hecho éste que añade, a esta novela, un atractivo adicional.
“La jugada perfecta” es una novela
completa; una de las mejores novelas que he leído en lo que llevamos de año —y
he leído unas cuantas—.
Al
principio dije que de la tesis doctoral de Herbert Genzmer hablaría después.
Ahora es el momento.
El
título de la tesis fue: “Estrategias de mentir en alemán, inglés y español”. Yo
quisiera que Herbert nos explicara el vínculo que hay entre su tesis doctoral y
“La jugada perfecta”. ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?
Con
esto termino y paso la palabra al autor que es a quien todos deseamos escuchar
respecto a su novela.
Rosa
María Torrent Puig
30 mayo
2015
Llibreria Negra y Criminal. Barcelona. Con el autor y con un librero de referencia: Paco Camarasa.
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EL DIABLO EN SANTORINI
SINOPSIS
Clara, Marcel y Nicole se hallan de vacaciones en Grecia. Inés y Antonio, en Gerona, se disponen a iniciar las suyas cuando reciben la llamada telefónica de Carlos, un amigo común, transmitiéndoles la noticia de que un grave accidente ha tenido lugar en Santorini.
PRIMER CAPÍTULO
Un primero de agosto.
Inés abrió sus
ojos hinchados y soñolientos cuando las primeras luces de la mañana se colaban
por las rendijas y el bajo de la persiana anudada a pocos centímetros del
alféizar.
Antonio dormía
plácidamente.
Antes de
acostarse habían discutido largo rato hasta que él, a regañadientes,
consintiera que ella parara el aire acondicionado y abriera la ventana,
permitiendo que la humedad pegajosa de la noche penetrara en el dormitorio.
Inés necesitaba recuperar la
capacidad de análisis perdida. Para ello tenía que anclarse con firmeza en el
mundo real, lo cual exigía sentirse inmersa en algo auténtico, genuino y de
efecto tan inmediato como dejar que la atmósfera densa que envolvía Gerona
rodeara sus sentidos arrebatando el espacio al aire aséptico proporcionado por
el climatizador.
La noticia
recibida la tarde anterior la había precipitado a un mundo abismal donde
imágenes sin sentido que se sucedían a gran velocidad impactaban en su cerebro
cual lluvia de meteoritos, hasta tal punto que no alcanzaba a distinguir la
frontera entre lo vivido y lo imaginado.
Tras el caos
mental y la brusca reacción del cuerpo en forma de angustia y vómitos, había
quedado extenuada. Entonces fue cuando su intuición la llevó a pensar que quizá
el suceso no había ocurrido de la manera en que se lo habían contado.
Ahora, al
despertarse, estaba casi segura de ello. Demasiado simple, demasiado sencillo
para ser verosímil. Nada era ni tan simple ni tan sencillo. «Todo en la vida es
un maldito rompecabezas», pensó.
Se volvió
hacia Antonio; él seguía durmiendo.
Quiso hacer
partícipe a su marido de aquel pensamiento, pero de repente una fuerza interna
la frenó. Decidió no hablarle de su duda, de su inquietud; de momento no. En
todo aquel asunto no veían las cosas de la misma manera; nunca habían estado de
acuerdo.
Tendida, con la espalda pegada a la sábana, intentó, dejando
escapar un suspiro profundo, liberarse de la opresión interna que la atenazaba.
Cerró los ojos un instante y cruzó los brazos sobre el pecho hasta que
cada mano alcanzó el hombro opuesto. Al presionar los dedos aquellas
articulaciones doloridas, tomó de nuevo conciencia de la realidad.
Sólo en la voluntad halló
fuerzas suficientes para levantarse de la cama. Sentada en su borde, tiró de un
extremo de la camisola que yacía en el suelo y se cubrió con ella. Le molestaba
permanecer desnuda a plena luz.
Tenía cuarenta años, la misma edad que Antonio. Para él era una prioridad
mantener su cuerpo en un estado de forma correspondiente a un joven atleta de
veinte; el tesón y la calidad muscular operaban el milagro: tórax esculpido y
abdomen plano. Ella, en cambio, hacía años que había desistido. El cuerpo que
la poseía, menudo y bien proporcionado pero de formas redondeadas en exceso, se
había resistido a recuperar su silueta juvenil después de la maternidad. Al
final abandonó, aceptando con aparente resignación la discreta pero permanente
curvatura del vientre y de las caderas.
Descalza, se acercó a la ventana. De manera mecánica,
obedeciendo a una arraigada costumbre, empujó la persiana hacia afuera y se
asomó al exterior. El hueco de la ventana se abría sobre el Oñar que discurría
manso y con escaso caudal en aquella época del año, lamiendo a su paso los
muros donde se asentaban los viejos cimientos del edificio.
Era
temprano todavía; no se percibía movimiento ni ruido alguno.
Giró
sobre sí misma y sus ojos abarcaron el cuarto por completo, hasta el fondo en
penumbra.
Detuvo la
mirada en el desnudo torso de Antonio que, acostado de lado y de espaldas a la
ventana, se mecía al compás de su respiración. Ella le observó con curiosidad
distante. Resiguió con la mirada el cuerpo del hombre. La cabeza, cuya
cabellera poblada en exceso disimulaba el exiguo tamaño del cráneo, los
hombros, ensanchados a golpe de ejercicios de remo y las piernas que se
adivinaban delgadas bajo las sábanas, eran imágenes que se sabía de memoria,
imágenes siempre idénticas, que se repetían día a día, desde quince años atrás.
Quedaban lejos
los tiempos en los que ella admiraba aquel trabajo de gimnasio y aquel sentido
del orden que guardaba su marido incluso durante el sueño.
«¿Cómo es
posible que pueda dormir así?», se preguntó con una mezcla de asombro y
descorazonamiento. La tibieza con que él había reaccionado ante la noticia, escapaba
a la comprensión de Inés.
Su pensamiento regresó a la tarde anterior.
El sábado habían
ido a pasar el día a casa de los padres de ella. Raúl, el hijo de ambos, estaba
allí desde el inicio de las vacaciones escolares.
Los abuelos,
aún jóvenes y en buen estado de salud, acogían con satisfacción a su único
nieto para tenerlo consigo en verano, pese a los problemas que empezaban a
causarles las claras manifestaciones de voluntad de independencia que acompaña
la edad adolescente.
Aquella
tarde, Raúl había sido invitado a jugar un partido de tenis en la cancha de
unos vecinos. El muchacho, de catorce años, con ideas propias y muy precisas
respecto a las cualidades que debían tener las zapatillas de deporte, estaba
discutiendo con su madre sobre las que ésta le había comprado en Gerona.
El cruce de
opiniones encontradas estaba teniendo lugar junto al ventanal del salón cuando
se oyó el aviso de llamada del móvil de Inés al tiempo que sonaba la campanilla
de la verja, accionada por un chico algo desgarbado que ella supuso era el
nuevo amigo de Raúl. Éste, refunfuñando, cogió de manos de su madre las
zapatillas, las metió en la bolsa y se marchó.
Cuando ella
alcanzó su móvil, éste señalaba ya una llamada perdida. Miró el número que
aparecía en pantalla. Correspondía al teléfono de Carlos. Ella devolvió la
llamada y la voz del hombre respondió al instante.
—¿Inés?
—inquirió Carlos con inusual gravedad.
Su sexto
sentido la puso en ligera alerta.
La parquedad,
el tono, y el hecho de que Carlos hubiera dado señales de vida un sábado de
agosto, no era en modo alguno normal.
—¿Qué ocurre?
—dijo ella.
—Marcel me ha
llamado hace unos minutos —contestó Carlos.
—¿Ya han
regresado? —preguntó Inés algo extrañada.
Ella no
recordaba con exactitud la fecha prevista para la vuelta desde Santorini, pero
tenía la vaga idea de que Marcel, Clara y Nicole tenían reservado el vuelo de
regreso para mediados de la semana entrante.
—No; me ha
llamado desde Fira. Es un desgraciado asunto, Inés.
—¿Qué quieres
decir? —inquirió ella.
—Un accidente.
Las piernas de
Inés acusaron un temblor. Oprimió el móvil contra su oído mientras extendía su
otro brazo tanteando el respaldo del sofá. Sus piernas se doblaron y se deslizó
con lentitud, pegada al reposa-brazos, hasta caer sobre el asiento.
En el primer
momento la respiración se interrumpió un fugaz instante y los objetos de la
sala perdieron definición ante sus ojos. Tras un par de segundos el corazón
empezó a latir cada vez con más fuerza golpeando su pecho. La siguiente
pregunta salió de sus labios con gran dificultad.
—¿Qué ha
pasado?
—Una caída
espantosa, desde el acantilado —contestó Carlos—. Ha sido muy grave.
La mente de
Inés ya había articulado la siguiente pregunta, pero su voz se resistía a
exteriorizarla.
Carlos rompió
aquella pausa que se hacía interminable.
—¿Inés? ¿Estás
ahí?
—Sí…
—Ha muerto
—dijo él, con gravedad.
Como agudos
martillazos, al ritmo de su pulso, dos nombres golpeaban las sienes de Inés:
Clara, Nicole; Clara, Nicole; Clara, Nicole... Una de las dos estaba muerta. Un
doloroso presentimiento la invadió.
—¿Ella?
—preguntó a su interlocutor, en un murmullo.
—Sí.
De nuevo se
hizo el silencio entre los dos.
Los
pensamientos, generados a gran velocidad por la mente de Inés, se agolpaban
desordenados en su garganta agarrotada.
—¡Dios! ¡Dios!
—exclamó ella, incapaz de articular una palabra más.
—Yo también me
he quedado de una pieza.
Inés sostenía
con fuerza el móvil manteniéndolo pegado a su oído. Transcurridos unos
segundos, pudo reaccionar.
—Te llamo
luego —dijo, con un hilo de voz, cortando acto seguido la comunicación.
Inés tenía la
boca seca. Con torpeza, se levantó del sofá y se dirigió a la cocina. Cogió un
vaso, se acercó al fregadero y lo llenó de agua. Lo apuró con ansia, sin
importarle los regueros que se escapaban de la comisura de sus labios y mojaban
su camiseta.
Sintió
náuseas; el agua se revolvía en el estómago, la invadió un sudor frío y comenzó
a tiritar. Trastabilló hasta llegar al aseo. Vomitó. Vio la palidez de su
rostro reflejada en el espejo.
Abrió el grifo
del lavabo. Aferrada a él, acercó el rostro al chorro de agua. Sentada en el
borde de la bañera, tiró de la toalla y se secó con ella.
Salió del baño
y abrió la puerta del cuarto de invitados que tenía salida directa al patio de
atrás.
Antonio estaba
tendido en el suelo, sobre su colchoneta, haciendo su diaria sesión de
abdominales.
Inés hacía
años que alimentaba en secreto un resentimiento contra Antonio, desde aquella
noche en que ella, llena de furia, arrojó al contenedor su colchoneta, sus
pesas y los demás artilugios que se le antojaban ya inútiles y su marido bromeó
haciendo aquel desafortunado comentario sobre el poderoso atractivo de la Venus
de la Fertilidad.
—¡Deja eso,
por el amor de Dios! —casi gritó ella.
Sorprendido,
Antonio relajó sus piernas antes tensadas a un palmo del suelo, desplegó los
brazos que tenía enlazados bajo la nuca, se recostó sobre un codo y alzó la
cabeza para mirar a su mujer. Los ojos de ambos se encontraron.
Inés le puso
al corriente de la llamada de Carlos y de la noticia.
—Una
complicación que pase algo así fuera del país… —dijo él.
Inés clavó sus
ojos en la mirada vacua de Antonio.
—¿Eso es todo
lo que se te ocurre decir? —dijo ella entre incrédula e irritada.
Él no
contestó.
Hacía tiempo
que su mujer y él no podían intercambiar dos frases sin que la tensión hiciera
acto de presencia. Se levantó, cogió la toalla que colgaba del brazo del sillón
y se calzó las zapatillas.
—Voy a darme
una ducha y hablamos. Por lo pronto el fin de semana roto y un mal inicio de
vacaciones —dijo él, al tiempo que se introducía en la casa.
—Tú; tú
aplaudiste la estúpida idea de este viaje de los tres —acusó Inés, con acritud.
Antonio no la
oyó. Se había encerrado en el baño.
Ella no
sospechaba hasta qué punto su marido estaba cansado de que ambos compartieran
tan a menudo su escaso tiempo de ocio con Marcel, Clara y Nicole y con Carlos,
el gran amigo de ellos, que le resultaba especialmente molesto.
Para Antonio,
Carlos era un ave solitaria de quien se desconocía con claridad origen y
destino, un ave errática de vuelo caprichoso proclive al chiste fácil y a la
aventura y para quien la palabra compromiso carecía de significado. «Carlos ¡el
divertido, el ocurrente, el inefable Carlos!», se había dicho multitud de
veces. No comprendía la razón de que los discursos de Carlos, salpicados de un
humor para él incomprensible, provocaran en Inés tanta fascinación. Antonio,
hombre de poco verbo, no entendía la seducción que ejercía lo que para él era
un rasgo menor y tan accesorio como la facilidad de palabra de Carlos.
Inés quedó unos instantes allí, de pie en el patio, abatida,
enfrentada al sabor amargo de aquel distanciamiento que poco a poco se había
ido instalando entre su marido y ella, desde el momento en que, para evitar
discusiones, uno y otro habían dejado de expresar lo que pensaban y lo que
sentían.
El recuerdo de
la difunta desplazó a Antonio de su mente.
Se dijo que la
desgracia se había cebado en la que menos lo merecía, en la que acumulaba más
infortunios, en la que había puesto mayor empeño en alcanzar sus sueños, con
tanta fe. Parecía una burla. «¿Caprichos del destino?», se preguntó. «No» Ella
no creía en la fatalidad; la muerta tampoco.
Entró en la
casa y telefoneó a Carlos. Éste le dijo que el féretro y sus dos acompañantes
viajarían con destino a Barcelona el día siguiente. Le dio el número de vuelo y
la hora de llegada al aeropuerto de El Prat.
—¿Y él,
Marcel, cómo está? —pregunto Inés.
—Por ahora con
la serenidad suficiente para entenderse con las autoridades griegas y manejar
el asunto en la embajada —respondió Carlos.
Acordaron
encontrarse en el aeropuerto diez minutos antes de la hora prevista para el
aterrizaje.
Antonio salió
del baño y ella le propuso regresar a Gerona de inmediato.
Los padres de
Inés se acababan de levantar tras su habitual siesta y ella les explicó, de
forma atropellada y breve, lo acontecido. Su madre la abrazó, la retuvo unos
instantes y después preparó un cesto con verduras recogidas del huerto. Inés y
Antonio se despidieron de ellos, subieron al coche y se marcharon.
Cuando
llegaron a casa, Inés se encaminó a la cocina y dejó el cesto con las
hortalizas encima de la barra de los desayunos. «¿Qué hay para cenar?», había
preguntado Antonio, entrando tras ella.
Por toda
respuesta, de espaldas y sin mirarle siquiera, Inés, extendiendo el brazo, le
había señalado el frigorífico.
Durante el
tiempo que duró la rememoración de lo acontecido el día anterior, los ojos de
ella habían permanecido fijos en Antonio, sin verlo. Su marido seguía
durmiendo.
El frescor del
mosaico había penetrado los pies descalzos de Inés y su mirada se desplazó a
ras de suelo hasta localizar sus zapatillas. Pasó por el baño y tras una ducha
rápida volvió a la habitación. Sacudió ligeramente a Antonio por el hombro.
—Tenemos que
marcharnos pronto. Date prisa —le dijo ella.
2
Una hora más
tarde, en la autopista, Antonio estaba conduciendo su Audi a gran velocidad.
Ella puso la radio, eligió la emisora de noticias y guardaron silencio durante
casi todo el viaje.
Cuando
llegaron al aeropuerto, Carlos ya estaba allí.
Inés le vio al
momento. No pasaba desapercibido a pesar de que su estatura y su talla eran
corrientes. Cabello rubio, lacio y fino, largo hasta la base del cuello,
grandes ojos rasgados color verde aceituna, piel tostada y un aro de oro en el
lóbulo de su oreja izquierda.
Vestía sus
cuarenta y tres años con ropa juvenil, deportiva, siempre de marca, acompañada
de complementos y arreglo personal a la última moda.
Nadie sabía a
ciencia cierta a qué se dedicaba. Decía ser un simple funcionario del Estado,
pero no parecía estar sujeto a horarios regulares ni adscrito a un lugar de
trabajo fijo; a veces desaparecía y estaba ausente algunas semanas. En
cualquier caso, por los signos externos se podría decir que disfrutaba de una
vida placentera.
—Creí
que no llegabais… —dijo Carlos, besando las mejillas de Inés y tendiendo a
continuación la mano a Antonio.
—Había
bastante tráfico —dijo éste.
—Hemos
salido demasiado tarde —añadió Inés.
—No
he tomado nada desde ayer al mediodía; estoy hecho polvo —comentó Carlos,
dirigiendo la mirada hacia la entrada de la cafetería que se hallaba a escasos
metros.
—¡Vamos!
—dijo Inés.
Carlos
y Antonio la siguieron.
El avión
estaba a punto de tomar tierra y tenían el tiempo justo para un café. Carlos y
Antonio conversaron brevemente; ella apenas habló.
Cinco minutos
después, Carlos encabezaba la marcha hacia el sector de la terminal donde se
hallaba la sala habilitada para estos casos y se introdujeron en ella.
Aguardaron de
pie, de espaldas a la puerta que ellos habían franqueado y con los ojos fijos
en la que tenían ante sí y que conducía a las pistas.
—No sé cómo
estará; ayer parecía tranquilo —dijo Carlos.
—Suele ocurrir
en las primeras horas; después, igual se viene abajo —respondió Antonio.
—Pronto lo veremos
—contestó Inés.
Unos minutos
más tarde, la puerta frente a la que se hallaban se abrió.
El sol intenso
del exterior operó un fuerte contraluz que recortaba, en negro sobre un blanco
cegador, una silueta masculina imponente y oscura. Era Marcel.
Permaneció
allí, en el umbral, inmóvil durante unos instantes, mirando hacia donde ellos
estaban.
El recién
llegado era un hombre de poco más de cincuenta años, alto, atlético, de
facciones armoniosas en un rostro rectangular enmarcado por cabellos oscuros
entreverados de canas en cada una de sus sienes. Su tez clara estaba
ligeramente bronceada. Vestía un pantalón gris de corte clásico, camisa blanca,
el primer botón desabrochado, sin corbata y en el brazo una chaqueta ligera
color piedra. De porte impecable, su imagen destilaba gran elegancia pese a su
aparente sencillez.
Tras unos
segundos, a paso lento y mesurado, con notable aplomo, inició el avance hacia
aquellas tres personas que le miraban expectantes.
«Como un gran
felino», pensó Inés.
—Lo siento de veras, Marcel —dijo
Antonio al tiempo que se le acercaba.
—Gracias…
—contestó Marcel, ladeando ligeramente la cabeza mientras entrecerraba los
ojos. —¿Hace mucho que esperáis? —preguntó, dirigiéndose a Carlos.
—No, hemos
llegado poco antes de la hora prevista para el aterrizaje —respondió Carlos,
mesándose los cabellos mientras apoyaba su mano en el hombro de Marcel.
—No sé qué
decir, Marcel, estoy… estoy trastornada. Inés, de puntillas, intentó alcanzar
el rostro del hombre, que se inclinó para recibir el beso.
En la mente de
Inés se sucedían, alternándose, como punzadas, las imágenes del rostro de Clara
y del rostro de Nicole. La invadió una vaga lasitud; después una náusea y a
continuación la cabeza comenzó a darle vueltas. Tenía que sobreponerse a aquel
mareo que se estaba apoderando de ella, lo que consiguió con un gran esfuerzo
de su voluntad.
A
continuación, la mirada de Inés fue la primera en desplazarse sucesivamente de
Marcel a la puerta del fondo y viceversa, preguntándose la razón de que hubiera
entrado solo y el porqué de la tardanza de su acompañante.
Los tres pares
de ojos interrogantes se centraron en Marcel, que, en correcto castellano
impregnado de un atractivo acento francés, adelantó la respuesta a aquella
pregunta aún no formulada.
—Ha regresado
en un vuelo directo esta mañana. Estaba cansada, rendida. Todo esto ha sido muy
duro. Para ella, todavía más.
Inés sintió
que un escalofrío recorría su columna vertebral. Se dijo a sí misma que no era
la primera vez que Marcel mostraba su capacidad para leer los pensamientos
ajenos y tenía a punto el argumento lógico, la respuesta conveniente que de
alguna manera abortaba ulteriores comentarios. «Demasiado tranquilo, demasiado
sereno», se dijo mientras sentía que la inquietud que la había devorado la
noche anterior recobraba nueva fuerza y la poseía con mayor intensidad.
Marcel portaba
una bolsa de mano de color negro y un grueso libro. Inés se fijó en aquel
volumen. Era una Biblia.
Antonio apartó
los ojos del recién llegado para dejarlos fijos en el suelo y Carlos parecía
observar al viajero desde la distancia.
Inés tenía
ahora casi la certeza de que sus sospechas de la vigilia no habían sido
gratuitas. Intuía algo tenebroso en aquel asunto, de la misma manera que
advertía un brillo metálico en los ojos pardos de Marcel.
—Tú ¿cómo
estás? —preguntó ella.
—Perplejo,
aturdido… no sé; teniendo en cuenta las circunstancias, puedes imaginártelo
—contestó Marcel, mientras bajaba la cabeza y cubría sus ojos con la palma de
su mano izquierda.
Unos segundos
más tarde, Inés seguía mirando a Marcel de hito en hito. También cuando
flanqueada por los dos hombres le tomó del brazo para sacarle de aquella sala.
3
Escasos eran
los números de teléfono que Carlos tenía de quienes constituían el entorno más
cercano de la difunta. De ellos, a pocos pudo localizar para darles cuenta del
inesperado evento. Era un dos de agosto y el éxodo estival ya había tenido
lugar.
Apenas una
docena de personas asistieron al entierro.
EL DIABLO EN SANTORINI, de Rosa María Torrent.
Formato, papel:
ISBN 978-84-16054-29-9, 365 páginas.
Ediciones Carena, Barcelona (2014)
EL DIABLO EN SANTORINI, de Rosa María Torrent.
Formato, papel:
ISBN 978-84-16054-29-9, 365 páginas.
Ediciones Carena, Barcelona (2014)
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PRESENTANDO "EL CASO DE LA PERLA"
2013. La escritora Carme LAFAY me invitó a presentar su novela "El caso de la perla".
Texto de la presentación:
Texto de la presentación:
Agradezco a Carme Lafay su deferencia al invitarme a
participar hoy, aquí, en la presentación de su última obra: “El caso de la
perla”.
Carme Lafay sabe de sobras cuánto me gusta leer: me
ofreció el texto. Además de mi adicción a la lectura, yo sospecho que mi doble
condición de abogada y novelista tuvo que ver en el ofrecimiento porque nuestra
autora me dijo, con una pícara sonrisa: “Es una novela de intriga”. El cebo me
resultó apetecible, efectivamente. Y hoy, lo primero que quiero decir es: “gracias,
Carme, por concederme la primicia en la degustación de un sabroso bocado”.
“El caso de la perla” gira en torno a una famosa joya,
una joya histórica, una perla tan antigua como espectacular que ha pasado a lo largo
del tiempo por manos diversas, a veces variopintas, y que viene a recalar en
Barcelona por un breve tiempo.
La codicia nunca pierde de vista cuánto objeto tenga
sumo valor y son varios y variados los personajes que siguen la pista a piezas
singulares como la que es objeto de esta historia así como son varios y
variados los motivos de la codicia. No siempre es una cuestión de dinero, o no
solamente de dinero.
Al empuje irresistible de la codicia cualquiera que
sea su tipo, y a la imperiosa necesidad de darle satisfacción, los servicios
del hampa son contratados por personajes dispares. A menudo, las organizaciones
criminales hacen negocios con gente “respetable”, con personas que gozan de
reconocimiento social en no importa qué ámbito; sea incluso por pertenecer al
mundo de las artes o, también al de la aristocracia. Y como se dice
popularmente: “hasta aquí puedo leer”.
En un mundo globalizado como el nuestro, todo tipo de
redes ejercen su influencia sin limitación territorial. “El caso de la perla” exhibe
esta realidad y lo hace tomando como botón de muestra la ciudad de Barcelona.
Una ciudad donde la delincuencia, sea de medio pelo o de alto nivel, constituye
actualmente un tupido microcosmos en donde se desarrollan todo tipo de actividades
delictivas de alcance internacional, naturalmente.
“El caso de la perla” nos muestra el tráfico ilegal de
seres humanos, el funcionamiento de las redes de prostitución. La novela nos
habla también de la lacra de las drogas, de los estragos que la imperiosidad de
su consumo ocasiona a quien cae en tales trampas en busca de atajos para un
bienestar tan falso como fugaz. En “El caso de la perla” vemos profesionales
brillantes convertidos en míseros rateros o en peligrosos agresores. Y como actividad
base, como denominador común, el robo y la violencia en tanto son herramientas.
Dentro de tal conglomerado se mueve la protagonista:
una joven restauradora de cuadros ansiosa por abrirse camino en su profesión;
una mujer de nuestro tiempo que lucha por conseguir encargos y que día a día
sueña con alcanzar reconocimiento profesional mientras pedalea desde su
minúsculo piso hasta el taller que comparte con otros compañeros de oficio.
La fachada litoral de Barcelona, desde el Maremagnum
hasta el Port Olímpic, es el espacio en el que transcurre, no del todo exitosa
pero sin sobresaltos, la vida de la protagonista. Y es en este mismo espacio
donde la perla llega para hallar acomodo temporal. Joven y joya ignoran que sobre
ambas se ciernen miradas codiciosas y en consecuencia, el peligro.
Ilusiones frustradas, desencuentros, problemas
familiares, errores o la falta de comunicación entre padres e hijos están
presentes también en esta novela con lo que, la acción trepidante y la intriga
que mantiene en vilo al lector hasta la última página así como el relato del
drama que subyace en los bajos fondos viene acompañado del conocimiento de las
circunstancias personales que concurren en los personajes, lo que potencia aún
más la dimensión humana de esta novela que calificamos de intriga. Una novela
que por tanto resulta muy completa, lo que la convierte en particularmente
atractiva.
Les voy a evitar comentarios técnicos adicionales por
innecesarios. Sólo les diré que la trama está muy bien urdida pero lo principal
es que sepan que yo he disfrutado con la lectura de “El caso de la perla”. Creo
sinceramente que ésta novela es uno de los muy buenos trabajos de Carme Lafay.
Me atrevo pues a augurar que ustedes, cuando la hayan leído, coincidirán
conmigo.
Rosa María TORRENT
25 de noviembre de 2013
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UN PAR IMPOSIBLE
II Certamen de Relato Corto "Villa de Mascaraque"
'Un par imposible', finalista
“Un par imposible”
Relato finalista en el II Certamen de Relato Corto Villa de Mascaraque, Toledo. Abril 2009.
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A media tarde, el fuerte viento,
arremolinándose en la arena, levantaba nubes de polvo que arrojaba sobre las
pieles engrasadas mientras los alto cúmulos, perfilados en gris oscuro,
avanzaban veloces arrastrados por aquel soplo insistente. Al poco rato, una
imponente sombrilla natural se había interpuesto entre el sol y la masa
humana tendida sobre las toallas.
Los brillos que desprendían los cuerpos se
apagaron y los contrastes de luces y sombras quedaron difuminados. Sobre la
arena, tan solo un par de sandalias plateadas, cuajadas de piedrecillas verde
esmeralda, parecían mantener intacto su esplendor.
En forma escalonada, primero los mayores y
después los más jóvenes, casi todos fueron abandonando con desgana la Playa
del Bogatell dejándola semivacía.
Margueritta, sobre una toalla roja y amarilla en la que se recortaba en negro la silueta de un toro imponente, observaba el cielo y remoloneaba. Hija de la montaña y ex esposa de un monitor de esquí, deseosa de alejarse de la una y del otro aquellas vacaciones en que estrenaba divorcio y libertad, había elegido Barcelona con el único objetivo de dormitar sobre sus playas.
Embutió la toalla en la pequeña bolsa de
plástico del comercio paquistaní donde la había comprado y se puso, con
desgana, la camiseta y el pantalón. Desplazó la mirada desde sus pies,
rebozados en arena, a las sandalias: nuevas, brillantes y caras. Ciñó sus
correas a las asas de la bolsa y se dirigió a la zona de duchas y de ahí, con
los pies mojados, al paseo.
Al ritmo de su caminar, la bolsa se balanceaba
y con ella las sandalias que llevaba suspendidas. Una se desprendió para
depositarse, plata y esmeralda, sobre el enlosado. No se dio cuenta de ello
hasta llegar a la Torre Mapfre.
Deshizo el camino: recorrió el paseo, llegó a
las duchas, bajó a la arena, deambuló indecisa, los ojos siempre escudriñando
el suelo... no la halló. Descalza, se dirigió al metro.
Se apeó en la parada de Jaume I, felicitándose
por estar alojada en el Hotel Suizo, situado a pocos pasos de la salida de la
estación. Las plantas de los pies le ardían como brasas.
Al cruzar el vestíbulo, previo al tramo de escaleras mecánicas que trepaban hasta la calle, observó, junto a los tornos, entre el primero y el segundo validador de billetes, una sandalia correctamente apoyada en el suelo. Una sandalia nueva, de corte simple, hecha de cuero sin tratar. Grande y austera; una sandalia de hombre. Sin saber porqué, la recogió.
Margueritta entró en la habitación, dejó su
carga en el suelo y fue a ducharse. Envuelta en la sábana de baño, cogió las
sandalias y las puso sobre la mesa. La propia, delicada, plata salpicada de
esmeralda, al lado de la ajena, tosca, en cuero crudo. "¡Un par
imposible!", dijo para sí y las arrojó al fondo del armario.
Unos metros más allá, asomado al balcón, Paolo
contemplaba a la gente que, como en un hormiguero, transitaba presurosa por
la calle de Jaume I.
En un acto reflejo alzó los ojos hacia las
nubes abombadas que cubrían el cielo, intentando adivinar sus intenciones. La
meteorología era un elemento importante en su trabajo y su cuidadoso
seguimiento se había convertido, para él, en costumbre, aun cuando disfrutaba
de su tiempo libre.
Continuó mirando a la calle. Estaba exhausto
pero satisfecho. Barcelona le había obsequiado con una tarde ventosa en la
que él se había empleado a fondo, deslizándose sobre su tabla de surf al
ritmo frenético de las olas que rompían, con fuerza, en la Playa de la Mar
Bella. Si algo llevaba mal Paolo, era la inactividad. Sólo el cansancio y su
cuerpo amoratado le habían decidido a salir del agua y volver a su hotel.
Aquellas vacaciones eran extrañas por forzadas
y viceversa. Además no solía viajar y menos solo, pero su reciente condición
de divorciado había sido determinante para alejarse de su entorno habitual.
Disfrutar del mar haciendo deporte le bastaba, pero aquel atardecer le
apetecía salir sin rumbo y ver qué podía ofrecerle aquella ciudad repleta de
posibilidades. Algo que pusiera broche a un día que hubiera resultado
perfecto a no ser por un detalle irritante.
Horas antes, con el bañador bajo sus bermudas
y el calzado de goma en sus pies, había entrado en el Metro llevando en una
mano la tarjeta multiviaje y en la otra la tabla de surf; a la espalda, la
mochila, y metidas en los bolsillos exteriores de la misma, sus nuevas
sandalias. Al llegar a la Playa de la Mar Bella, un bolsillo estaba vacío.
Recordó haberse atascado en el torno de acceso al Metro. La dio por perdida.
Se metió en el mar, y mientras estuvo cabalgando en su tabla sobre las olas
olvidó el incidente.
Paolo volvió a mirar hacia el cielo, ahora
amenazador. Entró en el cuarto y cerró el balcón. Sacó el paraguas del
armario. Sus ojos se detuvieron en los dos objetos colocados sobre la
banqueta contigua. Tomó aquella filigrana de plata con engarces verde
esmeralda y la observó detenidamente. A pesar del gentío que inundaba el
paseo, aquella pequeña sandalia de mujer brillaba en el suelo como una luciérnaga.
Sin saber porqué, la había recogido. La colocó de nuevo encima de la
banqueta, al lado de la suya, en cuero crudo. "¡Un par imposible!",
dijo para sí y las metió en el armario.
Minutos más tarde, Margueritta estaba de pie,
indecisa, parada en la plaza del Angel, a poca distancia de la puerta del
Hotel Suizo, mirando alternativamente al cielo y a las gotas caídas sobre el
vestido. Paolo, bajaba por la calle Jaume I. Nuevos goterones decidieron a
Margueritta y entró en el hotel justo cuando Paolo doblaba la esquina, abría
su paraguas y pasaba frente a la puerta. El chaparrón diluyó la posibilidad
de un encuentro.
El resto de los días, sin ellos saberlo,
estuvieron muy cerca el uno del otro. Sus pasos se cruzaron decenas de veces
en el Barri Gotic i en Ciutat Vella, en la Vil.la Olimpica i en el
Maremagnum, pero no coincidieron nunca en el tiempo; una diferencia que no
iba más allá de un simple minuto. Se movían en el mismo espacio a la misma
hora, pero con los relojes desajustados. No se encontraron. Llegó el día de
la partida: el día de hacer maletas y trasladarse al aeropuerto.
Margueritta había facturado hacía una hora. Su
vuelo a Roma estaba anunciado para las 19:25; faltaban quince minutos y
esperaba la orden de embarque. La aparición de las jóvenes de Alitalia tras
el mostrador, levantaron revuelo. Se puso a la cola mientras se afanaba en
sacar del bolso el billete y su documento de identidad. La revista y la bolsa
le estorbaban. Molesta, decidió deshacerse de ambas cosas y las arrojó a la
papelera más cercana. Allí quedaron su sandalia plateada salpicada de
piedrecillas verdes y la sandalia ajena en cuero crudo.
Paolo regresaba a Roma en el siguiente vuelo.
Fue presuroso a la sala de embarque al oír su nombre por megafonía cuando
pagaba las compras de última hora. Corrió hacia el mostrador. Dejó la mochila
y las bolsas en el suelo para exhibir su carta de embarque y el documento de
identidad. Ahora le parecía absurdo seguir cargando con aquello. Lanzó la
bolsa de plástico con su sandalia cuero crudo y la ajena plateada con brillos
verde esmeralda a la papelera, justo cuando la limpiadora que la acababa de
vaciar, estaba entretenida contemplando el par imposible de sandalias
abandonadas por Margueritta.
Una semana después, en Cortina d'Ampezzo,
Margueritta entraba en la oficina de turismo y obsequiaba al chico del
mostrador con una vistosa camiseta estampada con una imagen de la Sagrada
Familia. Dos calles más arriba, Paolo salía de su nuevo apartamento y se
encaminaba hacia la oficina de turismo con una pequeña bolsa conteniendo una
espectacular gorra de visera con el escudo del Club de Fútbol Barcelona.
Salió Margueritta del establecimiento y enfiló
la calle del supermercado, justo por la que iba a doblar Paolo. Ella miró el
reloj y decidió recoger primero el pan y los bollos de la pastelería, por lo
que giró en la primera bocacalle.
El chico de la oficina de turismo,
contemplaba, en forma alternativa, la gorra y la camiseta. Era todo lo que
habían dado de sí los paquetes vacacionales que había vendido al monitor de
esquí y a la recepcionista del Hotel Concordia. Paolo y Margueritta parecían
destinados a no coincidir jamás.
La entrada de un cliente distrajo sus
pensamientos. Más tarde, al tropezarse de nuevo con la camiseta y la gorra,
volvió a pensar en su hermana y en su ex cuñado. "¡Un par
imposible!", se dijo. Y encogiéndose de hombros, resignado, volvió a la
pantalla de su ordenador.
Rosa-María Torrent Puig
©Rosa María Torrent Puig
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