lunes, 7 de septiembre de 2015

EL DIABLO EN SANTORINI


SINOPSIS


Clara, Marcel y Nicole se hallan de vacaciones en Grecia. Inés y Antonio, en Gerona, se disponen a iniciar las suyas cuando reciben la llamada telefónica de Carlos, un amigo común, transmitiéndoles la noticia de que un grave accidente ha tenido lugar en Santorini.

Historia que participa del drama y la intriga donde hallamos un matrimonio sumido en la rutina y en la incomunicación, un ex submarinista solitario inmerso en La Biblia, un funcionario aventurero, una discapacitada en pugna con sus limitaciones y una economista romántica con un historial de relaciones fracasadas. Tres mujeres y tres hombres distintos, cada uno en pos de su ideal de vida. Seis seres insatisfechos que confluyen en un tiempo y en un espacio en los que amor, ambición, convencionalismos y obsesiones enfermizas se agitan hasta constituir un cóctel amargo del que, en mayor o menor medida, todos tomarán una parte.


PRIMER CAPÍTULO

Un primero de agosto.

Inés abrió sus ojos hinchados y soñolientos cuando las primeras luces de la mañana se colaban por las rendijas y el bajo de la persiana anudada a pocos centímetros del alféizar.
Antonio dormía plácidamente.
Antes de acostarse habían discutido largo rato hasta que él, a regañadientes, consintiera que ella parara el aire acondicionado y abriera la ventana, permitiendo que la humedad pegajosa de la noche penetrara en el dormitorio.
Inés necesitaba recuperar la capacidad de análisis perdida. Para ello tenía que anclarse con firmeza en el mundo real, lo cual exigía sentirse inmersa en algo auténtico, genuino y de efecto tan inmediato como dejar que la atmósfera densa que envolvía Gerona rodeara sus sentidos arrebatando el espacio al aire aséptico proporcionado por el climatizador.
La noticia recibida la tarde anterior la había precipitado a un mundo abismal donde imágenes sin sentido que se sucedían a gran velocidad impactaban en su cerebro cual lluvia de meteoritos, hasta tal punto que no alcanzaba a distinguir la frontera entre lo vivido y lo imaginado.
Tras el caos mental y la brusca reacción del cuerpo en forma de angustia y vómitos, había quedado extenuada. Entonces fue cuando su intuición la llevó a pensar que quizá el suceso no había ocurrido de la manera en que se lo habían contado.
Ahora, al despertarse, estaba casi segura de ello. Demasiado simple, demasiado sencillo para ser verosímil. Nada era ni tan simple ni tan sencillo. «Todo en la vida es un maldito rompecabezas», pensó.
Se volvió hacia Antonio; él seguía durmiendo.
Quiso hacer partícipe a su marido de aquel pensamiento, pero de repente una fuerza interna la frenó. Decidió no hablarle de su duda, de su inquietud; de momento no. En todo aquel asunto no veían las cosas de la misma manera; nunca habían estado de acuerdo.
Tendida, con la espalda pegada a la sábana, intentó, dejando escapar un suspiro profundo, liberarse de la opresión interna que la atenazaba. Cerró los ojos un instante y cruzó los brazos sobre el pecho hasta que cada mano alcanzó el hombro opuesto. Al presionar los dedos aquellas articulaciones doloridas, tomó de nuevo conciencia de la realidad.
Sólo en la voluntad halló fuerzas suficientes para levantarse de la cama. Sentada en su borde, tiró de un extremo de la camisola que yacía en el suelo y se cubrió con ella. Le molestaba permanecer desnuda a plena luz.
Tenía cuarenta años, la misma edad que Antonio. Para él era una prioridad mantener su cuerpo en un estado de forma correspondiente a un joven atleta de veinte; el tesón y la calidad muscular operaban el milagro: tórax esculpido y abdomen plano. Ella, en cambio, hacía años que había desistido. El cuerpo que la poseía, menudo y bien proporcionado pero de formas redondeadas en exceso, se había resistido a recuperar su silueta juvenil después de la maternidad. Al final abandonó, aceptando con aparente resignación la discreta pero permanente curvatura del vientre y de las caderas.
Descalza, se acercó a la ventana. De manera mecánica, obedeciendo a una arraigada costumbre, empujó la persiana hacia afuera y se asomó al exterior. El hueco de la ventana se abría sobre el Oñar que discurría manso y con escaso caudal en aquella época del año, lamiendo a su paso los muros donde se asentaban los viejos cimientos del edificio.
Era temprano todavía; no se percibía movimiento ni ruido alguno.
Giró sobre sí misma y sus ojos abarcaron el cuarto por completo, hasta el fondo en penumbra.
Detuvo la mirada en el desnudo torso de Antonio que, acostado de lado y de espaldas a la ventana, se mecía al compás de su respiración. Ella le observó con curiosidad distante. Resiguió con la mirada el cuerpo del hombre. La cabeza, cuya cabellera poblada en exceso disimulaba el exiguo tamaño del cráneo, los hombros, ensanchados a golpe de ejercicios de remo y las piernas que se adivinaban delgadas bajo las sábanas, eran imágenes que se sabía de memoria, imágenes siempre idénticas, que se repetían día a día, desde quince años atrás.
Quedaban lejos los tiempos en los que ella admiraba aquel trabajo de gimnasio y aquel sentido del orden que guardaba su marido incluso durante el sueño.
«¿Cómo es posible que pueda dormir así?», se preguntó con una mezcla de asombro y descorazonamiento. La tibieza con que él había reaccionado ante la noticia, escapaba a la comprensión de Inés.
Su pensamiento regresó a la tarde anterior.
El sábado habían ido a pasar el día a casa de los padres de ella. Raúl, el hijo de ambos, estaba allí desde el inicio de las vacaciones escolares.
Los abuelos, aún jóvenes y en buen estado de salud, acogían con satisfacción a su único nieto para tenerlo consigo en verano, pese a los problemas que empezaban a causarles las claras manifestaciones de voluntad de independencia que acompaña la edad adolescente.
Aquella tarde, Raúl había sido invitado a jugar un partido de tenis en la cancha de unos vecinos. El muchacho, de catorce años, con ideas propias y muy precisas respecto a las cualidades que debían tener las zapatillas de deporte, estaba discutiendo con su madre sobre las que ésta le había comprado en Gerona.
El cruce de opiniones encontradas estaba teniendo lugar junto al ventanal del salón cuando se oyó el aviso de llamada del móvil de Inés al tiempo que sonaba la campanilla de la verja, accionada por un chico algo desgarbado que ella supuso era el nuevo amigo de Raúl. Éste, refunfuñando, cogió de manos de su madre las zapatillas, las metió en la bolsa y se marchó.
Cuando ella alcanzó su móvil, éste señalaba ya una llamada perdida. Miró el número que aparecía en pantalla. Correspondía al teléfono de Carlos. Ella devolvió la llamada y la voz del hombre respondió al instante.
—¿Inés? —inquirió Carlos con inusual gravedad.
Su sexto sentido la puso en ligera alerta.
La parquedad, el tono, y el hecho de que Carlos hubiera dado señales de vida un sábado de agosto, no era en modo alguno normal.
—¿Qué ocurre? —dijo ella.
—Marcel me ha llamado hace unos minutos —contestó Carlos.
—¿Ya han regresado? —preguntó Inés algo extrañada.
Ella no recordaba con exactitud la fecha prevista para la vuelta desde Santorini, pero tenía la vaga idea de que Marcel, Clara y Nicole tenían reservado el vuelo de regreso para mediados de la semana entrante.
—No; me ha llamado desde Fira. Es un desgraciado asunto, Inés.
—¿Qué quieres decir? —inquirió ella.
—Un accidente.
Las piernas de Inés acusaron un temblor. Oprimió el móvil contra su oído mientras extendía su otro brazo tanteando el respaldo del sofá. Sus piernas se doblaron y se deslizó con lentitud, pegada al reposa-brazos, hasta caer sobre el asiento.
En el primer momento la respiración se interrumpió un fugaz instante y los objetos de la sala perdieron definición ante sus ojos. Tras un par de segundos el corazón empezó a latir cada vez con más fuerza golpeando su pecho. La siguiente pregunta salió de sus labios con gran dificultad.
—¿Qué ha pasado?
—Una caída espantosa, desde el acantilado —contestó Carlos—. Ha sido muy grave.
La mente de Inés ya había articulado la siguiente pregunta, pero su voz se resistía a exteriorizarla.
Carlos rompió aquella pausa que se hacía interminable.
—¿Inés? ¿Estás ahí?
—Sí…
—Ha muerto —dijo él, con gravedad.
Como agudos martillazos, al ritmo de su pulso, dos nombres golpeaban las sienes de Inés: Clara, Nicole; Clara, Nicole; Clara, Nicole... Una de las dos estaba muerta. Un doloroso presentimiento la invadió.
—¿Ella? —preguntó a su interlocutor, en un murmullo.
—Sí.
De nuevo se hizo el silencio entre los dos.
Los pensamientos, generados a gran velocidad por la mente de Inés, se agolpaban desordenados en su garganta agarrotada.
—¡Dios! ¡Dios! —exclamó ella, incapaz de articular una palabra más.
—Yo también me he quedado de una pieza.
Inés sostenía con fuerza el móvil manteniéndolo pegado a su oído. Transcurridos unos segundos, pudo reaccionar.
—Te llamo luego —dijo, con un hilo de voz, cortando acto seguido la comunicación.
Inés tenía la boca seca. Con torpeza, se levantó del sofá y se dirigió a la cocina. Cogió un vaso, se acercó al fregadero y lo llenó de agua. Lo apuró con ansia, sin importarle los regueros que se escapaban de la comisura de sus labios y mojaban su camiseta.
Sintió náuseas; el agua se revolvía en el estómago, la invadió un sudor frío y comenzó a tiritar. Trastabilló hasta llegar al aseo. Vomitó. Vio la palidez de su rostro reflejada en el espejo.
Abrió el grifo del lavabo. Aferrada a él, acercó el rostro al chorro de agua. Sentada en el borde de la bañera, tiró de la toalla y se secó con ella.
Salió del baño y abrió la puerta del cuarto de invitados que tenía salida directa al patio de atrás.
Antonio estaba tendido en el suelo, sobre su colchoneta, haciendo su diaria sesión de abdominales.
Inés hacía años que alimentaba en secreto un resentimiento contra Antonio, desde aquella noche en que ella, llena de furia, arrojó al contenedor su colchoneta, sus pesas y los demás artilugios que se le antojaban ya inútiles y su marido bromeó haciendo aquel desafortunado comentario sobre el poderoso atractivo de la Venus de la Fertilidad.
—¡Deja eso, por el amor de Dios! —casi gritó ella.
Sorprendido, Antonio relajó sus piernas antes tensadas a un palmo del suelo, desplegó los brazos que tenía enlazados bajo la nuca, se recostó sobre un codo y alzó la cabeza para mirar a su mujer. Los ojos de ambos se encontraron.
Inés le puso al corriente de la llamada de Carlos y de la noticia.
—Una complicación que pase algo así fuera del país… —dijo él.
Inés clavó sus ojos en la mirada vacua de Antonio.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? —dijo ella entre incrédula e irritada.
Él no contestó.
Hacía tiempo que su mujer y él no podían intercambiar dos frases sin que la tensión hiciera acto de presencia. Se levantó, cogió la toalla que colgaba del brazo del sillón y se calzó las zapatillas.
—Voy a darme una ducha y hablamos. Por lo pronto el fin de semana roto y un mal inicio de vacaciones —dijo él, al tiempo que se introducía en la casa.
—Tú; tú aplaudiste la estúpida idea de este viaje de los tres —acusó Inés, con acritud.
Antonio no la oyó. Se había encerrado en el baño.
Ella no sospechaba hasta qué punto su marido estaba cansado de que ambos compartieran tan a menudo su escaso tiempo de ocio con Marcel, Clara y Nicole y con Carlos, el gran amigo de ellos, que le resultaba especialmente molesto.
Para Antonio, Carlos era un ave solitaria de quien se desconocía con claridad origen y destino, un ave errática de vuelo caprichoso proclive al chiste fácil y a la aventura y para quien la palabra compromiso carecía de significado. «Carlos ¡el divertido, el ocurrente, el inefable Carlos!», se había dicho multitud de veces. No comprendía la razón de que los discursos de Carlos, salpicados de un humor para él incomprensible, provocaran en Inés tanta fascinación. Antonio, hombre de poco verbo, no entendía la seducción que ejercía lo que para él era un rasgo menor y tan accesorio como la facilidad de palabra de Carlos.
Inés quedó unos instantes allí, de pie en el patio, abatida, enfrentada al sabor amargo de aquel distanciamiento que poco a poco se había ido instalando entre su marido y ella, desde el momento en que, para evitar discusiones, uno y otro habían dejado de expresar lo que pensaban y lo que sentían.
El recuerdo de la difunta desplazó a Antonio de su mente.
Se dijo que la desgracia se había cebado en la que menos lo merecía, en la que acumulaba más infortunios, en la que había puesto mayor empeño en alcanzar sus sueños, con tanta fe. Parecía una burla. «¿Caprichos del destino?», se preguntó. «No» Ella no creía en la fatalidad; la muerta tampoco.
Entró en la casa y telefoneó a Carlos. Éste le dijo que el féretro y sus dos acompañantes viajarían con destino a Barcelona el día siguiente. Le dio el número de vuelo y la hora de llegada al aeropuerto de El Prat.
—¿Y él, Marcel, cómo está? —pregunto Inés.
—Por ahora con la serenidad suficiente para entenderse con las autoridades griegas y manejar el asunto en la embajada —respondió Carlos.
Acordaron encontrarse en el aeropuerto diez minutos antes de la hora prevista para el aterrizaje.
Antonio salió del baño y ella le propuso regresar a Gerona de inmediato.
Los padres de Inés se acababan de levantar tras su habitual siesta y ella les explicó, de forma atropellada y breve, lo acontecido. Su madre la abrazó, la retuvo unos instantes y después preparó un cesto con verduras recogidas del huerto. Inés y Antonio se despidieron de ellos, subieron al coche y se marcharon.
Cuando llegaron a casa, Inés se encaminó a la cocina y dejó el cesto con las hortalizas encima de la barra de los desayunos. «¿Qué hay para cenar?», había preguntado Antonio, entrando tras ella.
Por toda respuesta, de espaldas y sin mirarle siquiera, Inés, extendiendo el brazo, le había señalado el frigorífico.
Durante el tiempo que duró la rememoración de lo acontecido el día anterior, los ojos de ella habían permanecido fijos en Antonio, sin verlo. Su marido seguía durmiendo.
El frescor del mosaico había penetrado los pies descalzos de Inés y su mirada se desplazó a ras de suelo hasta localizar sus zapatillas. Pasó por el baño y tras una ducha rápida volvió a la habitación. Sacudió ligeramente a Antonio por el hombro.
—Tenemos que marcharnos pronto. Date prisa —le dijo ella.

2

Una hora más tarde, en la autopista, Antonio estaba conduciendo su Audi a gran velocidad. Ella puso la radio, eligió la emisora de noticias y guardaron silencio durante casi todo el viaje.
Cuando llegaron al aeropuerto, Carlos ya estaba allí.
Inés le vio al momento. No pasaba desapercibido a pesar de que su estatura y su talla eran corrientes. Cabello rubio, lacio y fino, largo hasta la base del cuello, grandes ojos rasgados color verde aceituna, piel tostada y un aro de oro en el lóbulo de su oreja izquierda.
Vestía sus cuarenta y tres años con ropa juvenil, deportiva, siempre de marca, acompañada de complementos y arreglo personal a la última moda.
Nadie sabía a ciencia cierta a qué se dedicaba. Decía ser un simple funcionario del Estado, pero no parecía estar sujeto a horarios regulares ni adscrito a un lugar de trabajo fijo; a veces desaparecía y estaba ausente algunas semanas. En cualquier caso, por los signos externos se podría decir que disfrutaba de una vida placentera.
—Creí que no llegabais… —dijo Carlos, besando las mejillas de Inés y tendiendo a continuación la mano a Antonio.
—Había bastante tráfico —dijo éste.
—Hemos salido demasiado tarde —añadió Inés.
—No he tomado nada desde ayer al mediodía; estoy hecho polvo —comentó Carlos, dirigiendo la mirada hacia la entrada de la cafetería que se hallaba a escasos metros.
—¡Vamos! —dijo Inés.
Carlos y Antonio la siguieron.
El avión estaba a punto de tomar tierra y tenían el tiempo justo para un café. Carlos y Antonio conversaron brevemente; ella apenas habló.
Cinco minutos después, Carlos encabezaba la marcha hacia el sector de la terminal donde se hallaba la sala habilitada para estos casos y se introdujeron en ella.
Aguardaron de pie, de espaldas a la puerta que ellos habían franqueado y con los ojos fijos en la que tenían ante sí y que conducía a las pistas.
—No sé cómo estará; ayer parecía tranquilo —dijo Carlos.
—Suele ocurrir en las primeras horas; después, igual se viene abajo —respondió Antonio.
—Pronto lo veremos —contestó Inés.
Unos minutos más tarde, la puerta frente a la que se hallaban se abrió.
El sol intenso del exterior operó un fuerte contraluz que recortaba, en negro sobre un blanco cegador, una silueta masculina imponente y oscura. Era Marcel.
Permaneció allí, en el umbral, inmóvil durante unos instantes, mirando hacia donde ellos estaban.
El recién llegado era un hombre de poco más de cincuenta años, alto, atlético, de facciones armoniosas en un rostro rectangular enmarcado por cabellos oscuros entreverados de canas en cada una de sus sienes. Su tez clara estaba ligeramente bronceada. Vestía un pantalón gris de corte clásico, camisa blanca, el primer botón desabrochado, sin corbata y en el brazo una chaqueta ligera color piedra. De porte impecable, su imagen destilaba gran elegancia pese a su aparente sencillez.
Tras unos segundos, a paso lento y mesurado, con notable aplomo, inició el avance hacia aquellas tres personas que le miraban expectantes.
«Como un gran felino», pensó Inés.
—Lo siento de veras, Marcel —dijo Antonio al tiempo que se le acercaba.
—Gracias… —contestó Marcel, ladeando ligeramente la cabeza mientras entrecerraba los ojos. —¿Hace mucho que esperáis? —preguntó, dirigiéndose a Carlos.
—No, hemos llegado poco antes de la hora prevista para el aterrizaje —respondió Carlos, mesándose los cabellos mientras apoyaba su mano en el hombro de Marcel.
—No sé qué decir, Marcel, estoy… estoy trastornada. Inés, de puntillas, intentó alcanzar el rostro del hombre, que se inclinó para recibir el beso.
En la mente de Inés se sucedían, alternándose, como punzadas, las imágenes del rostro de Clara y del rostro de Nicole. La invadió una vaga lasitud; después una náusea y a continuación la cabeza comenzó a darle vueltas. Tenía que sobreponerse a aquel mareo que se estaba apoderando de ella, lo que consiguió con un gran esfuerzo de su voluntad.
A continuación, la mirada de Inés fue la primera en desplazarse sucesivamente de Marcel a la puerta del fondo y viceversa, preguntándose la razón de que hubiera entrado solo y el porqué de la tardanza de su acompañante.
Los tres pares de ojos interrogantes se centraron en Marcel, que, en correcto castellano impregnado de un atractivo acento francés, adelantó la respuesta a aquella pregunta aún no formulada.
—Ha regresado en un vuelo directo esta mañana. Estaba cansada, rendida. Todo esto ha sido muy duro. Para ella, todavía más.
Inés sintió que un escalofrío recorría su columna vertebral. Se dijo a sí misma que no era la primera vez que Marcel mostraba su capacidad para leer los pensamientos ajenos y tenía a punto el argumento lógico, la respuesta conveniente que de alguna manera abortaba ulteriores comentarios. «Demasiado tranquilo, demasiado sereno», se dijo mientras sentía que la inquietud que la había devorado la noche anterior recobraba nueva fuerza y la poseía con mayor intensidad.
Marcel portaba una bolsa de mano de color negro y un grueso libro. Inés se fijó en aquel volumen. Era una Biblia.
Antonio apartó los ojos del recién llegado para dejarlos fijos en el suelo y Carlos parecía observar al viajero desde la distancia.
Inés tenía ahora casi la certeza de que sus sospechas de la vigilia no habían sido gratuitas. Intuía algo tenebroso en aquel asunto, de la misma manera que advertía un brillo metálico en los ojos pardos de Marcel.
—Tú ¿cómo estás? —preguntó ella.
—Perplejo, aturdido… no sé; teniendo en cuenta las circunstancias, puedes imaginártelo —contestó Marcel, mientras bajaba la cabeza y cubría sus ojos con la palma de su mano izquierda.
Unos segundos más tarde, Inés seguía mirando a Marcel de hito en hito. También cuando flanqueada por los dos hombres le tomó del brazo para sacarle de aquella sala.

3

Escasos eran los números de teléfono que Carlos tenía de quienes constituían el entorno más cercano de la difunta. De ellos, a pocos pudo localizar para darles cuenta del inesperado evento. Era un dos de agosto y el éxodo estival ya había tenido lugar.
Apenas una docena de personas asistieron al entierro.


EL DIABLO EN SANTORINI, de Rosa María Torrent.
Formato, papel:
ISBN 978-84-16054-29-9, 365 páginas.
Ediciones Carena, Barcelona (2014)


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