SINOPSIS
Clara, Marcel y Nicole se hallan de vacaciones en Grecia. Inés y Antonio, en Gerona, se disponen a iniciar las suyas cuando reciben la llamada telefónica de Carlos, un amigo común, transmitiéndoles la noticia de que un grave accidente ha tenido lugar en Santorini.
PRIMER CAPÍTULO
Un primero de agosto.
Inés abrió sus
ojos hinchados y soñolientos cuando las primeras luces de la mañana se colaban
por las rendijas y el bajo de la persiana anudada a pocos centímetros del
alféizar.
Antonio dormía
plácidamente.
Antes de
acostarse habían discutido largo rato hasta que él, a regañadientes,
consintiera que ella parara el aire acondicionado y abriera la ventana,
permitiendo que la humedad pegajosa de la noche penetrara en el dormitorio.
Inés necesitaba recuperar la
capacidad de análisis perdida. Para ello tenía que anclarse con firmeza en el
mundo real, lo cual exigía sentirse inmersa en algo auténtico, genuino y de
efecto tan inmediato como dejar que la atmósfera densa que envolvía Gerona
rodeara sus sentidos arrebatando el espacio al aire aséptico proporcionado por
el climatizador.
La noticia
recibida la tarde anterior la había precipitado a un mundo abismal donde
imágenes sin sentido que se sucedían a gran velocidad impactaban en su cerebro
cual lluvia de meteoritos, hasta tal punto que no alcanzaba a distinguir la
frontera entre lo vivido y lo imaginado.
Tras el caos
mental y la brusca reacción del cuerpo en forma de angustia y vómitos, había
quedado extenuada. Entonces fue cuando su intuición la llevó a pensar que quizá
el suceso no había ocurrido de la manera en que se lo habían contado.
Ahora, al
despertarse, estaba casi segura de ello. Demasiado simple, demasiado sencillo
para ser verosímil. Nada era ni tan simple ni tan sencillo. «Todo en la vida es
un maldito rompecabezas», pensó.
Se volvió
hacia Antonio; él seguía durmiendo.
Quiso hacer
partícipe a su marido de aquel pensamiento, pero de repente una fuerza interna
la frenó. Decidió no hablarle de su duda, de su inquietud; de momento no. En
todo aquel asunto no veían las cosas de la misma manera; nunca habían estado de
acuerdo.
Tendida, con la espalda pegada a la sábana, intentó, dejando
escapar un suspiro profundo, liberarse de la opresión interna que la atenazaba.
Cerró los ojos un instante y cruzó los brazos sobre el pecho hasta que
cada mano alcanzó el hombro opuesto. Al presionar los dedos aquellas
articulaciones doloridas, tomó de nuevo conciencia de la realidad.
Sólo en la voluntad halló
fuerzas suficientes para levantarse de la cama. Sentada en su borde, tiró de un
extremo de la camisola que yacía en el suelo y se cubrió con ella. Le molestaba
permanecer desnuda a plena luz.
Tenía cuarenta años, la misma edad que Antonio. Para él era una prioridad
mantener su cuerpo en un estado de forma correspondiente a un joven atleta de
veinte; el tesón y la calidad muscular operaban el milagro: tórax esculpido y
abdomen plano. Ella, en cambio, hacía años que había desistido. El cuerpo que
la poseía, menudo y bien proporcionado pero de formas redondeadas en exceso, se
había resistido a recuperar su silueta juvenil después de la maternidad. Al
final abandonó, aceptando con aparente resignación la discreta pero permanente
curvatura del vientre y de las caderas.
Descalza, se acercó a la ventana. De manera mecánica,
obedeciendo a una arraigada costumbre, empujó la persiana hacia afuera y se
asomó al exterior. El hueco de la ventana se abría sobre el Oñar que discurría
manso y con escaso caudal en aquella época del año, lamiendo a su paso los
muros donde se asentaban los viejos cimientos del edificio.
Era
temprano todavía; no se percibía movimiento ni ruido alguno.
Giró
sobre sí misma y sus ojos abarcaron el cuarto por completo, hasta el fondo en
penumbra.
Detuvo la
mirada en el desnudo torso de Antonio que, acostado de lado y de espaldas a la
ventana, se mecía al compás de su respiración. Ella le observó con curiosidad
distante. Resiguió con la mirada el cuerpo del hombre. La cabeza, cuya
cabellera poblada en exceso disimulaba el exiguo tamaño del cráneo, los
hombros, ensanchados a golpe de ejercicios de remo y las piernas que se
adivinaban delgadas bajo las sábanas, eran imágenes que se sabía de memoria,
imágenes siempre idénticas, que se repetían día a día, desde quince años atrás.
Quedaban lejos
los tiempos en los que ella admiraba aquel trabajo de gimnasio y aquel sentido
del orden que guardaba su marido incluso durante el sueño.
«¿Cómo es
posible que pueda dormir así?», se preguntó con una mezcla de asombro y
descorazonamiento. La tibieza con que él había reaccionado ante la noticia, escapaba
a la comprensión de Inés.
Su pensamiento regresó a la tarde anterior.
El sábado habían
ido a pasar el día a casa de los padres de ella. Raúl, el hijo de ambos, estaba
allí desde el inicio de las vacaciones escolares.
Los abuelos,
aún jóvenes y en buen estado de salud, acogían con satisfacción a su único
nieto para tenerlo consigo en verano, pese a los problemas que empezaban a
causarles las claras manifestaciones de voluntad de independencia que acompaña
la edad adolescente.
Aquella
tarde, Raúl había sido invitado a jugar un partido de tenis en la cancha de
unos vecinos. El muchacho, de catorce años, con ideas propias y muy precisas
respecto a las cualidades que debían tener las zapatillas de deporte, estaba
discutiendo con su madre sobre las que ésta le había comprado en Gerona.
El cruce de
opiniones encontradas estaba teniendo lugar junto al ventanal del salón cuando
se oyó el aviso de llamada del móvil de Inés al tiempo que sonaba la campanilla
de la verja, accionada por un chico algo desgarbado que ella supuso era el
nuevo amigo de Raúl. Éste, refunfuñando, cogió de manos de su madre las
zapatillas, las metió en la bolsa y se marchó.
Cuando ella
alcanzó su móvil, éste señalaba ya una llamada perdida. Miró el número que
aparecía en pantalla. Correspondía al teléfono de Carlos. Ella devolvió la
llamada y la voz del hombre respondió al instante.
—¿Inés?
—inquirió Carlos con inusual gravedad.
Su sexto
sentido la puso en ligera alerta.
La parquedad,
el tono, y el hecho de que Carlos hubiera dado señales de vida un sábado de
agosto, no era en modo alguno normal.
—¿Qué ocurre?
—dijo ella.
—Marcel me ha
llamado hace unos minutos —contestó Carlos.
—¿Ya han
regresado? —preguntó Inés algo extrañada.
Ella no
recordaba con exactitud la fecha prevista para la vuelta desde Santorini, pero
tenía la vaga idea de que Marcel, Clara y Nicole tenían reservado el vuelo de
regreso para mediados de la semana entrante.
—No; me ha
llamado desde Fira. Es un desgraciado asunto, Inés.
—¿Qué quieres
decir? —inquirió ella.
—Un accidente.
Las piernas de
Inés acusaron un temblor. Oprimió el móvil contra su oído mientras extendía su
otro brazo tanteando el respaldo del sofá. Sus piernas se doblaron y se deslizó
con lentitud, pegada al reposa-brazos, hasta caer sobre el asiento.
En el primer
momento la respiración se interrumpió un fugaz instante y los objetos de la
sala perdieron definición ante sus ojos. Tras un par de segundos el corazón
empezó a latir cada vez con más fuerza golpeando su pecho. La siguiente
pregunta salió de sus labios con gran dificultad.
—¿Qué ha
pasado?
—Una caída
espantosa, desde el acantilado —contestó Carlos—. Ha sido muy grave.
La mente de
Inés ya había articulado la siguiente pregunta, pero su voz se resistía a
exteriorizarla.
Carlos rompió
aquella pausa que se hacía interminable.
—¿Inés? ¿Estás
ahí?
—Sí…
—Ha muerto
—dijo él, con gravedad.
Como agudos
martillazos, al ritmo de su pulso, dos nombres golpeaban las sienes de Inés:
Clara, Nicole; Clara, Nicole; Clara, Nicole... Una de las dos estaba muerta. Un
doloroso presentimiento la invadió.
—¿Ella?
—preguntó a su interlocutor, en un murmullo.
—Sí.
De nuevo se
hizo el silencio entre los dos.
Los
pensamientos, generados a gran velocidad por la mente de Inés, se agolpaban
desordenados en su garganta agarrotada.
—¡Dios! ¡Dios!
—exclamó ella, incapaz de articular una palabra más.
—Yo también me
he quedado de una pieza.
Inés sostenía
con fuerza el móvil manteniéndolo pegado a su oído. Transcurridos unos
segundos, pudo reaccionar.
—Te llamo
luego —dijo, con un hilo de voz, cortando acto seguido la comunicación.
Inés tenía la
boca seca. Con torpeza, se levantó del sofá y se dirigió a la cocina. Cogió un
vaso, se acercó al fregadero y lo llenó de agua. Lo apuró con ansia, sin
importarle los regueros que se escapaban de la comisura de sus labios y mojaban
su camiseta.
Sintió
náuseas; el agua se revolvía en el estómago, la invadió un sudor frío y comenzó
a tiritar. Trastabilló hasta llegar al aseo. Vomitó. Vio la palidez de su
rostro reflejada en el espejo.
Abrió el grifo
del lavabo. Aferrada a él, acercó el rostro al chorro de agua. Sentada en el
borde de la bañera, tiró de la toalla y se secó con ella.
Salió del baño
y abrió la puerta del cuarto de invitados que tenía salida directa al patio de
atrás.
Antonio estaba
tendido en el suelo, sobre su colchoneta, haciendo su diaria sesión de
abdominales.
Inés hacía
años que alimentaba en secreto un resentimiento contra Antonio, desde aquella
noche en que ella, llena de furia, arrojó al contenedor su colchoneta, sus
pesas y los demás artilugios que se le antojaban ya inútiles y su marido bromeó
haciendo aquel desafortunado comentario sobre el poderoso atractivo de la Venus
de la Fertilidad.
—¡Deja eso,
por el amor de Dios! —casi gritó ella.
Sorprendido,
Antonio relajó sus piernas antes tensadas a un palmo del suelo, desplegó los
brazos que tenía enlazados bajo la nuca, se recostó sobre un codo y alzó la
cabeza para mirar a su mujer. Los ojos de ambos se encontraron.
Inés le puso
al corriente de la llamada de Carlos y de la noticia.
—Una
complicación que pase algo así fuera del país… —dijo él.
Inés clavó sus
ojos en la mirada vacua de Antonio.
—¿Eso es todo
lo que se te ocurre decir? —dijo ella entre incrédula e irritada.
Él no
contestó.
Hacía tiempo
que su mujer y él no podían intercambiar dos frases sin que la tensión hiciera
acto de presencia. Se levantó, cogió la toalla que colgaba del brazo del sillón
y se calzó las zapatillas.
—Voy a darme
una ducha y hablamos. Por lo pronto el fin de semana roto y un mal inicio de
vacaciones —dijo él, al tiempo que se introducía en la casa.
—Tú; tú
aplaudiste la estúpida idea de este viaje de los tres —acusó Inés, con acritud.
Antonio no la
oyó. Se había encerrado en el baño.
Ella no
sospechaba hasta qué punto su marido estaba cansado de que ambos compartieran
tan a menudo su escaso tiempo de ocio con Marcel, Clara y Nicole y con Carlos,
el gran amigo de ellos, que le resultaba especialmente molesto.
Para Antonio,
Carlos era un ave solitaria de quien se desconocía con claridad origen y
destino, un ave errática de vuelo caprichoso proclive al chiste fácil y a la
aventura y para quien la palabra compromiso carecía de significado. «Carlos ¡el
divertido, el ocurrente, el inefable Carlos!», se había dicho multitud de
veces. No comprendía la razón de que los discursos de Carlos, salpicados de un
humor para él incomprensible, provocaran en Inés tanta fascinación. Antonio,
hombre de poco verbo, no entendía la seducción que ejercía lo que para él era
un rasgo menor y tan accesorio como la facilidad de palabra de Carlos.
Inés quedó unos instantes allí, de pie en el patio, abatida,
enfrentada al sabor amargo de aquel distanciamiento que poco a poco se había
ido instalando entre su marido y ella, desde el momento en que, para evitar
discusiones, uno y otro habían dejado de expresar lo que pensaban y lo que
sentían.
El recuerdo de
la difunta desplazó a Antonio de su mente.
Se dijo que la
desgracia se había cebado en la que menos lo merecía, en la que acumulaba más
infortunios, en la que había puesto mayor empeño en alcanzar sus sueños, con
tanta fe. Parecía una burla. «¿Caprichos del destino?», se preguntó. «No» Ella
no creía en la fatalidad; la muerta tampoco.
Entró en la
casa y telefoneó a Carlos. Éste le dijo que el féretro y sus dos acompañantes
viajarían con destino a Barcelona el día siguiente. Le dio el número de vuelo y
la hora de llegada al aeropuerto de El Prat.
—¿Y él,
Marcel, cómo está? —pregunto Inés.
—Por ahora con
la serenidad suficiente para entenderse con las autoridades griegas y manejar
el asunto en la embajada —respondió Carlos.
Acordaron
encontrarse en el aeropuerto diez minutos antes de la hora prevista para el
aterrizaje.
Antonio salió
del baño y ella le propuso regresar a Gerona de inmediato.
Los padres de
Inés se acababan de levantar tras su habitual siesta y ella les explicó, de
forma atropellada y breve, lo acontecido. Su madre la abrazó, la retuvo unos
instantes y después preparó un cesto con verduras recogidas del huerto. Inés y
Antonio se despidieron de ellos, subieron al coche y se marcharon.
Cuando
llegaron a casa, Inés se encaminó a la cocina y dejó el cesto con las
hortalizas encima de la barra de los desayunos. «¿Qué hay para cenar?», había
preguntado Antonio, entrando tras ella.
Por toda
respuesta, de espaldas y sin mirarle siquiera, Inés, extendiendo el brazo, le
había señalado el frigorífico.
Durante el
tiempo que duró la rememoración de lo acontecido el día anterior, los ojos de
ella habían permanecido fijos en Antonio, sin verlo. Su marido seguía
durmiendo.
El frescor del
mosaico había penetrado los pies descalzos de Inés y su mirada se desplazó a
ras de suelo hasta localizar sus zapatillas. Pasó por el baño y tras una ducha
rápida volvió a la habitación. Sacudió ligeramente a Antonio por el hombro.
—Tenemos que
marcharnos pronto. Date prisa —le dijo ella.
2
Una hora más
tarde, en la autopista, Antonio estaba conduciendo su Audi a gran velocidad.
Ella puso la radio, eligió la emisora de noticias y guardaron silencio durante
casi todo el viaje.
Cuando
llegaron al aeropuerto, Carlos ya estaba allí.
Inés le vio al
momento. No pasaba desapercibido a pesar de que su estatura y su talla eran
corrientes. Cabello rubio, lacio y fino, largo hasta la base del cuello,
grandes ojos rasgados color verde aceituna, piel tostada y un aro de oro en el
lóbulo de su oreja izquierda.
Vestía sus
cuarenta y tres años con ropa juvenil, deportiva, siempre de marca, acompañada
de complementos y arreglo personal a la última moda.
Nadie sabía a
ciencia cierta a qué se dedicaba. Decía ser un simple funcionario del Estado,
pero no parecía estar sujeto a horarios regulares ni adscrito a un lugar de
trabajo fijo; a veces desaparecía y estaba ausente algunas semanas. En
cualquier caso, por los signos externos se podría decir que disfrutaba de una
vida placentera.
—Creí
que no llegabais… —dijo Carlos, besando las mejillas de Inés y tendiendo a
continuación la mano a Antonio.
—Había
bastante tráfico —dijo éste.
—Hemos
salido demasiado tarde —añadió Inés.
—No
he tomado nada desde ayer al mediodía; estoy hecho polvo —comentó Carlos,
dirigiendo la mirada hacia la entrada de la cafetería que se hallaba a escasos
metros.
—¡Vamos!
—dijo Inés.
Carlos
y Antonio la siguieron.
El avión
estaba a punto de tomar tierra y tenían el tiempo justo para un café. Carlos y
Antonio conversaron brevemente; ella apenas habló.
Cinco minutos
después, Carlos encabezaba la marcha hacia el sector de la terminal donde se
hallaba la sala habilitada para estos casos y se introdujeron en ella.
Aguardaron de
pie, de espaldas a la puerta que ellos habían franqueado y con los ojos fijos
en la que tenían ante sí y que conducía a las pistas.
—No sé cómo
estará; ayer parecía tranquilo —dijo Carlos.
—Suele ocurrir
en las primeras horas; después, igual se viene abajo —respondió Antonio.
—Pronto lo veremos
—contestó Inés.
Unos minutos
más tarde, la puerta frente a la que se hallaban se abrió.
El sol intenso
del exterior operó un fuerte contraluz que recortaba, en negro sobre un blanco
cegador, una silueta masculina imponente y oscura. Era Marcel.
Permaneció
allí, en el umbral, inmóvil durante unos instantes, mirando hacia donde ellos
estaban.
El recién
llegado era un hombre de poco más de cincuenta años, alto, atlético, de
facciones armoniosas en un rostro rectangular enmarcado por cabellos oscuros
entreverados de canas en cada una de sus sienes. Su tez clara estaba
ligeramente bronceada. Vestía un pantalón gris de corte clásico, camisa blanca,
el primer botón desabrochado, sin corbata y en el brazo una chaqueta ligera
color piedra. De porte impecable, su imagen destilaba gran elegancia pese a su
aparente sencillez.
Tras unos
segundos, a paso lento y mesurado, con notable aplomo, inició el avance hacia
aquellas tres personas que le miraban expectantes.
«Como un gran
felino», pensó Inés.
—Lo siento de veras, Marcel —dijo
Antonio al tiempo que se le acercaba.
—Gracias…
—contestó Marcel, ladeando ligeramente la cabeza mientras entrecerraba los
ojos. —¿Hace mucho que esperáis? —preguntó, dirigiéndose a Carlos.
—No, hemos
llegado poco antes de la hora prevista para el aterrizaje —respondió Carlos,
mesándose los cabellos mientras apoyaba su mano en el hombro de Marcel.
—No sé qué
decir, Marcel, estoy… estoy trastornada. Inés, de puntillas, intentó alcanzar
el rostro del hombre, que se inclinó para recibir el beso.
En la mente de
Inés se sucedían, alternándose, como punzadas, las imágenes del rostro de Clara
y del rostro de Nicole. La invadió una vaga lasitud; después una náusea y a
continuación la cabeza comenzó a darle vueltas. Tenía que sobreponerse a aquel
mareo que se estaba apoderando de ella, lo que consiguió con un gran esfuerzo
de su voluntad.
A
continuación, la mirada de Inés fue la primera en desplazarse sucesivamente de
Marcel a la puerta del fondo y viceversa, preguntándose la razón de que hubiera
entrado solo y el porqué de la tardanza de su acompañante.
Los tres pares
de ojos interrogantes se centraron en Marcel, que, en correcto castellano
impregnado de un atractivo acento francés, adelantó la respuesta a aquella
pregunta aún no formulada.
—Ha regresado
en un vuelo directo esta mañana. Estaba cansada, rendida. Todo esto ha sido muy
duro. Para ella, todavía más.
Inés sintió
que un escalofrío recorría su columna vertebral. Se dijo a sí misma que no era
la primera vez que Marcel mostraba su capacidad para leer los pensamientos
ajenos y tenía a punto el argumento lógico, la respuesta conveniente que de
alguna manera abortaba ulteriores comentarios. «Demasiado tranquilo, demasiado
sereno», se dijo mientras sentía que la inquietud que la había devorado la
noche anterior recobraba nueva fuerza y la poseía con mayor intensidad.
Marcel portaba
una bolsa de mano de color negro y un grueso libro. Inés se fijó en aquel
volumen. Era una Biblia.
Antonio apartó
los ojos del recién llegado para dejarlos fijos en el suelo y Carlos parecía
observar al viajero desde la distancia.
Inés tenía
ahora casi la certeza de que sus sospechas de la vigilia no habían sido
gratuitas. Intuía algo tenebroso en aquel asunto, de la misma manera que
advertía un brillo metálico en los ojos pardos de Marcel.
—Tú ¿cómo
estás? —preguntó ella.
—Perplejo,
aturdido… no sé; teniendo en cuenta las circunstancias, puedes imaginártelo
—contestó Marcel, mientras bajaba la cabeza y cubría sus ojos con la palma de
su mano izquierda.
Unos segundos
más tarde, Inés seguía mirando a Marcel de hito en hito. También cuando
flanqueada por los dos hombres le tomó del brazo para sacarle de aquella sala.
3
Escasos eran
los números de teléfono que Carlos tenía de quienes constituían el entorno más
cercano de la difunta. De ellos, a pocos pudo localizar para darles cuenta del
inesperado evento. Era un dos de agosto y el éxodo estival ya había tenido
lugar.
Apenas una
docena de personas asistieron al entierro.
EL DIABLO EN SANTORINI, de Rosa María Torrent.
Formato, papel:
ISBN 978-84-16054-29-9, 365 páginas.
Ediciones Carena, Barcelona (2014)
EL DIABLO EN SANTORINI, de Rosa María Torrent.
Formato, papel:
ISBN 978-84-16054-29-9, 365 páginas.
Ediciones Carena, Barcelona (2014)
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