lunes, 7 de septiembre de 2015

UN PAR IMPOSIBLE

II Certamen de Relato Corto "Villa de Mascaraque"
'Un par imposible', finalista


“Un par imposible”
Relato finalista en el II Certamen de Relato Corto Villa de Mascaraque, Toledo.  Abril 2009.


A media tarde, el fuerte viento, arremolinándose en la arena, levantaba nubes de polvo que arrojaba sobre las pieles engrasadas mientras los alto cúmulos, perfilados en gris oscuro, avanzaban veloces arrastrados por aquel soplo insistente. Al poco rato, una imponente sombrilla natural se había interpuesto entre el sol y la masa humana tendida sobre las toallas.
Los brillos que desprendían los cuerpos se apagaron y los contrastes de luces y sombras quedaron difuminados. Sobre la arena, tan solo un par de sandalias plateadas, cuajadas de piedrecillas verde esmeralda, parecían mantener intacto su esplendor.
En forma escalonada, primero los mayores y después los más jóvenes, casi todos fueron abandonando con desgana la Playa del Bogatell dejándola semivacía.

Margueritta, sobre una toalla roja y amarilla en la que se recortaba en negro la silueta de un toro imponente, observaba el cielo y remoloneaba. Hija de la montaña y ex esposa de un monitor de esquí, deseosa de alejarse de la una y del otro aquellas vacaciones en que estrenaba divorcio y libertad, había elegido Barcelona con el único objetivo de dormitar sobre sus playas.
Embutió la toalla en la pequeña bolsa de plástico del comercio paquistaní donde la había comprado y se puso, con desgana, la camiseta y el pantalón. Desplazó la mirada desde sus pies, rebozados en arena, a las sandalias: nuevas, brillantes y caras. Ciñó sus correas a las asas de la bolsa y se dirigió a la zona de duchas y de ahí, con los pies mojados, al paseo.
Al ritmo de su caminar, la bolsa se balanceaba y con ella las sandalias que llevaba suspendidas. Una se desprendió para depositarse, plata y esmeralda, sobre el enlosado. No se dio cuenta de ello hasta llegar a la Torre Mapfre.
Deshizo el camino: recorrió el paseo, llegó a las duchas, bajó a la arena, deambuló indecisa, los ojos siempre escudriñando el suelo... no la halló. Descalza, se dirigió al metro.
Se apeó en la parada de Jaume I, felicitándose por estar alojada en el Hotel Suizo, situado a pocos pasos de la salida de la estación. Las plantas de los pies le ardían como brasas.
Al cruzar el vestíbulo, previo al tramo de escaleras mecánicas que trepaban hasta la calle, observó, junto a los tornos, entre el primero y el segundo validador de billetes, una sandalia correctamente apoyada en el suelo. Una sandalia nueva, de corte simple, hecha de cuero sin tratar. Grande y austera; una sandalia de hombre. Sin saber porqué, la recogió.
Margueritta entró en la habitación, dejó su carga en el suelo y fue a ducharse. Envuelta en la sábana de baño, cogió las sandalias y las puso sobre la mesa. La propia, delicada, plata salpicada de esmeralda, al lado de la ajena, tosca, en cuero crudo. "¡Un par imposible!", dijo para sí y las arrojó al fondo del armario.
Unos metros más allá, asomado al balcón, Paolo contemplaba a la gente que, como en un hormiguero, transitaba presurosa por la calle de Jaume I.
En un acto reflejo alzó los ojos hacia las nubes abombadas que cubrían el cielo, intentando adivinar sus intenciones. La meteorología era un elemento importante en su trabajo y su cuidadoso seguimiento se había convertido, para él, en costumbre, aun cuando disfrutaba de su tiempo libre.
Continuó mirando a la calle. Estaba exhausto pero satisfecho. Barcelona le había obsequiado con una tarde ventosa en la que él se había empleado a fondo, deslizándose sobre su tabla de surf al ritmo frenético de las olas que rompían, con fuerza, en la Playa de la Mar Bella. Si algo llevaba mal Paolo, era la inactividad. Sólo el cansancio y su cuerpo amoratado le habían decidido a salir del agua y volver a su hotel.
Aquellas vacaciones eran extrañas por forzadas y viceversa. Además no solía viajar y menos solo, pero su reciente condición de divorciado había sido determinante para alejarse de su entorno habitual. Disfrutar del mar haciendo deporte le bastaba, pero aquel atardecer le apetecía salir sin rumbo y ver qué podía ofrecerle aquella ciudad repleta de posibilidades. Algo que pusiera broche a un día que hubiera resultado perfecto a no ser por un detalle irritante.
Horas antes, con el bañador bajo sus bermudas y el calzado de goma en sus pies, había entrado en el Metro llevando en una mano la tarjeta multiviaje y en la otra la tabla de surf; a la espalda, la mochila, y metidas en los bolsillos exteriores de la misma, sus nuevas sandalias. Al llegar a la Playa de la Mar Bella, un bolsillo estaba vacío. Recordó haberse atascado en el torno de acceso al Metro. La dio por perdida. Se metió en el mar, y mientras estuvo cabalgando en su tabla sobre las olas olvidó el incidente.
Paolo volvió a mirar hacia el cielo, ahora amenazador. Entró en el cuarto y cerró el balcón. Sacó el paraguas del armario. Sus ojos se detuvieron en los dos objetos colocados sobre la banqueta contigua. Tomó aquella filigrana de plata con engarces verde esmeralda y la observó detenidamente. A pesar del gentío que inundaba el paseo, aquella pequeña sandalia de mujer brillaba en el suelo como una luciérnaga. Sin saber porqué, la había recogido. La colocó de nuevo encima de la banqueta, al lado de la suya, en cuero crudo. "¡Un par imposible!", dijo para sí y las metió en el armario.
Minutos más tarde, Margueritta estaba de pie, indecisa, parada en la plaza del Angel, a poca distancia de la puerta del Hotel Suizo, mirando alternativamente al cielo y a las gotas caídas sobre el vestido. Paolo, bajaba por la calle Jaume I. Nuevos goterones decidieron a Margueritta y entró en el hotel justo cuando Paolo doblaba la esquina, abría su paraguas y pasaba frente a la puerta. El chaparrón diluyó la posibilidad de un encuentro.
El resto de los días, sin ellos saberlo, estuvieron muy cerca el uno del otro. Sus pasos se cruzaron decenas de veces en el Barri Gotic i en Ciutat Vella, en la Vil.la Olimpica i en el Maremagnum, pero no coincidieron nunca en el tiempo; una diferencia que no iba más allá de un simple minuto. Se movían en el mismo espacio a la misma hora, pero con los relojes desajustados. No se encontraron. Llegó el día de la partida: el día de hacer maletas y trasladarse al aeropuerto.
Margueritta había facturado hacía una hora. Su vuelo a Roma estaba anunciado para las 19:25; faltaban quince minutos y esperaba la orden de embarque. La aparición de las jóvenes de Alitalia tras el mostrador, levantaron revuelo. Se puso a la cola mientras se afanaba en sacar del bolso el billete y su documento de identidad. La revista y la bolsa le estorbaban. Molesta, decidió deshacerse de ambas cosas y las arrojó a la papelera más cercana. Allí quedaron su sandalia plateada salpicada de piedrecillas verdes y la sandalia ajena en cuero crudo.
Paolo regresaba a Roma en el siguiente vuelo. Fue presuroso a la sala de embarque al oír su nombre por megafonía cuando pagaba las compras de última hora. Corrió hacia el mostrador. Dejó la mochila y las bolsas en el suelo para exhibir su carta de embarque y el documento de identidad. Ahora le parecía absurdo seguir cargando con aquello. Lanzó la bolsa de plástico con su sandalia cuero crudo y la ajena plateada con brillos verde esmeralda a la papelera, justo cuando la limpiadora que la acababa de vaciar, estaba entretenida contemplando el par imposible de sandalias abandonadas por Margueritta.
Una semana después, en Cortina d'Ampezzo, Margueritta entraba en la oficina de turismo y obsequiaba al chico del mostrador con una vistosa camiseta estampada con una imagen de la Sagrada Familia. Dos calles más arriba, Paolo salía de su nuevo apartamento y se encaminaba hacia la oficina de turismo con una pequeña bolsa conteniendo una espectacular gorra de visera con el escudo del Club de Fútbol Barcelona.
Salió Margueritta del establecimiento y enfiló la calle del supermercado, justo por la que iba a doblar Paolo. Ella miró el reloj y decidió recoger primero el pan y los bollos de la pastelería, por lo que giró en la primera bocacalle.
El chico de la oficina de turismo, contemplaba, en forma alternativa, la gorra y la camiseta. Era todo lo que habían dado de sí los paquetes vacacionales que había vendido al monitor de esquí y a la recepcionista del Hotel Concordia. Paolo y Margueritta parecían destinados a no coincidir jamás.
La entrada de un cliente distrajo sus pensamientos. Más tarde, al tropezarse de nuevo con la camiseta y la gorra, volvió a pensar en su hermana y en su ex cuñado. "¡Un par imposible!", se dijo. Y encogiéndose de hombros, resignado, volvió a la pantalla de su ordenador.

Rosa-María Torrent Puig
©Rosa María Torrent Puig






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