jueves, 29 de enero de 2015

OPINION.es




Para mí, en todo asunto o cuestión, lo importante son las personas. Quizá por esto, porque la persona es lo primero, nunca le he dado ninguna importancia a las clases (sociales), las categorías o estatus y, ni mucho menos, esas clases, categorías o estatus han modificado mi pensamiento ni mi comportamiento. Pienso que todas las personas son iguales y no las hay unas más iguales que las otras. Con todas me relaciono y todas me merecen igual consideración. Lo que piensen o hagan los demás al respecto, a mí no me sirve de referente. Digo esto porque a veces —mejor dicho, a menudo— puedo resultar difícil de comprender. Quizá tenían razón aquellos que dijeron con cierta sorna hace muchos años: “A Rosa hay que darle de comer aparte”.

Si caigo, como todos o casi, en la tentación de clasificar al prójimo será por asuntos como la educación (me refiero a los modales) y el respeto a los demás. No modifico ni trato ni discurso sea mi interlocutor rico o pobre, un aristócrata o un paria de la tierra, vamos. Entiéndase ello extensivo a cuantos tramos intermedios se nos antoje identificar. Cosa aparte es la coincidencia en gustos, caracteres u opiniones que sí pueden constituir elementos de peso —relativo—  respecto al sentido de pertenencia o revelar una mayor o menor afinidad. Si hay que poner etiquetas, las pongo aquí.

Que no soy original ni única en mi enfoque, seguro; que ese no es el patrón estándar, también. Quizá me confundo y a mi vez confundo, muy probable. Que en ejercicio de mi libre albedrío yo “pase” de patrones, es aceptable. Llegar al punto de olvidar que los patrones existen, es imperdonable. Procedo pues a entonar el mea culpa.

Todas estas disquisiciones se me ocurren al hilo de mi sorpresa respecto a la actitud, al comportamiento que han mostrado, de forma escalonada en tres años, tres personas concretas. Con las tres tengo trato desde hace tiempo. “Tres eran tres las hijas de Elena, tres eran tres y ninguna era buena”, alguien dijo.

Sí, se ha tratado de comportamientos de menosprecio; de hacer (me) de menos; de marcar distancias. Que esto no empece el aprovechamiento de cuanto útil a sus intereses haya podido yo aportarles tras su demanda, claro; para eso no molesta mi falta de “pedigrí”.
La tercera y última persona de las que estoy hablando, puso incluso tenaz empeño en no ser visto junto a una servidora en una reunión social “de nivel” a la que yo había sido invitada y esa persona acudió como “adosada”. Gracias a mi mediación, quiero decir.

Regresemos a las estereotipadas clases, a los tradicionales patrones ¿Saben a qué grupo pueden ser adscritas las tres personas de las que les estoy hablando? Las tres, sí ¡que coincidencia! Lo adivinaron: a la burguesía. Para ser exactos y según los cánones, al segmento que algunos llamaron la baja burguesía ¡Las tres! (y que Dios me perdone por ponerles tal marchamo).

Haré como mi abuela que en Paz descanse cuando, ya octogenaria, continuaba teniendo algún que otro tropiezo, o una decepción, en el trato con humanos:  “Ya lo sabré para otro día”.
O tal vez no. 

domingo, 25 de enero de 2015

PALABRA DE ESCRITOR


"Uno está tan expuesto a la crítica como a la gripe"



Friedrich DÜRRENMATT








"La mejor receta para la novela policiaca: el detective no debe saber nunca más que el lector"

Agatha CHRISTIE







viernes, 16 de enero de 2015

EDITORIAL GRANDE, EDITORIAL PEQUEÑA


Dentro de ese magma conformado por escritores patrios desasosegados, a veces casi desquiciados por tener durante largo tiempo manuscritos objetivamente buenos, de calidad, pendientes de publicar, es mayoritaria y fuertemente arraigada la opinión de que los grandes acumuladores de sellos editoriales, los grupos, es opción a olvidar. Y que lo es porque sólo acogen obras que se venderán solas por el nombre del autor previamente consagrado por los lectores o debidamente promocionado, o porque sólo se interesan por productos (no todo lo que viene en formato de libro es propiamente lo que entendemos por obra) que, gracias a las circunstancias concurrentes —casi todas extra-literarias— prometen ventas masivas, es decir, rápida e importante ganancia. Es preferible, por tanto, según se dice en el mundillo del pluma-no-figura, llamar a la puerta de editoriales pequeñas, de estas llamadas independientes y de las que aún quedan en nuestro país. Otra cosa es que el 95% (y bajando) de estas editoriales pequeñas e independientes ya avisan de que “no aceptamos manuscritos no solicitados”.

¿Preferibles las pequeñas a las grandes? ¿Eso, es así? ¿Exactamente así? ¿Siempre? Los dogmas, con mesura.

No caigamos, de manera involuntaria, en tópicos ni en distorsiones. De entrada me han venido al pensamiento dos cosas: de un lado, la vieja historia de la zorra y las uvas y de otro, la idea de que eso de la independencia mejor ponerlo a un lado por lo que tiene de relativo. Dejémonos de zarandajas. Lo que es mejor, lo preferible, la mayor probabilidad dependerá de muchos factores.

Entre los factores a considerar está la línea ideológica editorial. No me estoy refiriendo a la prensa, no, ni a un ensayo. Estoy hablando de obras de ficción. Cuento y novela.

Contrariamente a lo que sucede con cualquier gran grupo editor que, entre otras razones, por algo tiene varios sellos, la línea ideológica editorial cuando tratamos con editoriales pequeñas e independientes es un escollo y a menudo un escollo tanto más descomunal cuanto más pequeña y más independiente sea la editorial. Si algún aspecto o algún elemento del manuscrito destila (p.ej. un personaje) pensamientos que no se avienen demasiado bien con la línea ideológica del editor, no habrá trato. Normal. Y no habrá trato aunque sea el mejor manuscrito que haya pasado por sus manos en los últimos tiempos.

Así que, dogmas, los justos. Fe, mucha, eso sí; sobre todo en uno mismo.



lunes, 5 de enero de 2015

RETALES DE TEXTOS


«...
—Éstos gastan en un día lo que nosotros en un mes.
—Cuando se han tenido cinco mil libras esterlinas de renta anual y esta cantidad se reduce a
mil, el que lo sufre es pobre —señaló Jim—. Cuando se tiene la costumbre de pasar el invierno en la Costa Azul, y que varios criados le sirvan a uno, parece que se está en la miseria si es preciso limitarse a una sola sirvienta y pasar el día encerrado en casa. Veo a muchas de estas personas en la estación; tenían la costumbre de viajar en primera, y como han perdido su dinero, han de hacerlo ahora en tercera, pero eso no les impide ser amables con nosotros e incluso darnos una buena propina. ¡No sucede lo mismo con esos nuevos ricos que llevan maletas de piel de cocodrilo y dan flacas gratificaciones!
—Siempre has tenido debilidad por los aristócratas, Jim.
—¡Mamá pretende que soy un bolchevique! No es mal contraste. Pero creo que yo procuro, sencillamente, ser justo. Mi divisa es: «Vivir y dejar vivir».
Sin embargo, ciertos días se le mostraba la vida como un problema insoluble. Todos aquellos jóvenes elegantes llevaban una vida muy fácil. Conducían magníficos coches y frecuentemente les acompañaban bellísimas chicas. Pero cuanto poseían lo debían al dinero, que no era suyo, sino de sus padres que lo habían ganado. La suerte les había hecho nacer en el distrito situado al norte de la estación Victoria y no en el sur, en cualquiera de sus callejuelas.
No tenía necesidad de ser bolchevique para comprobar lo caprichoso que es el destino. A un lado estaba Eton, con sus sombreros de copa, y al otro lado la escuela elemental y los pantalones remendados. Jim no pensaba que necesariamente habían de ser más felices los que habitaban en el distrito elegante. Los viajeros a quienes llevaba las maletas tenían con frecuencia expresión de ser desgraciados. Eran jóvenes a los que les aburría mortalmente la idea de ir al extranjero y que se arrastraban perezosamente detrás de sus ancianas tías. Las etiquetas provocaban la envidia de Jim: París, Milán, Roma, Ginebra, Viena, Bucarest, Atenas, El Cairo, Bagdad… ¡Ah! ¡Si su maleta pudiera llevar algún día etiquetas semejantes! Se apresuraría a bajar del tren, en vez de gritar: «¡Mozo! ¡Mozo!», o «¡Qué gentío; es verdaderamente espantoso!».
Hay muchas cosas que son desagradables, pero Jim no veía nada molesto en hacerse llevar una maleta en la que brillaba una etiqueta de Venecia, viajar en primera, comer en un restaurante de lujo, y tener como única ocupación la de permanecer sentado en un tren que corriera hacia el país del sol.
Hacía un tiempo espléndido. Muy pocas nubes y mucho sol. Resultaba cruel tener que pasar aquel radiante día de agosto bajo la marquesina de una estación, llena de humo. Había que llevar maletas continuamente de un taxi a un vagón, abriéndose paso a través de la multitud ruidosa y enervada de los viajeros. Todos iban en busca del tren que habían de tomar, de su plaza reservada y de sus maletas. Había que ocuparse de los perros, de las almohadas, de las mantas, de los bastones y de otras muchas cosas a cual más enojosa. El mozo era cosido a preguntas, bombardeado con mil recados. Había que cambiar deprisa un billete de banco extranjero en el preciso momento en que el tren se ponía en marcha. Los viajeros retrasados pedían al empleado que corriera cargado con una pesada maleta; otros le confiaban ocho bultos, olvidando que la Naturaleza no ha dotado al hombre más que de dos manos.
Jim tenía una existencia muy agitada, pero todas las molestias que se tomaba contribuían a aumentar el placer de los demás; algunas veces habría querido cambiar su vida por la de aquellos a quienes servía. Él no vería nunca las ciudades y hoteles del continente que llevaban evocadores nombres: Ritz, Miramar, Excelsior, Schweizerhol, Hotel del Lago, Bellevue, Splendid, Europa, Palacio de Invierno y Bristol. No conocería más que las etiquetas pegadas a las maletas que transportaba durante todo el día. Tantas veces se había fijado en aquellas etiquetas con puestas de sol, tupidas palmeras, góndolas, esquiadores, montañas, lagos, piscinas y floridas terrazas, que a veces soñaba con el lujo, la alegría y las vacaciones.
No era envidioso, pero, como a todos los jóvenes, le gustaba hilvanar quimeras y construir castillos en el aire. Había jurado a Lizzie que pasarían la luna de miel en Lugano, en un hotel que dominara el lago. Tendrían una alcoba con balcón, y, ante ellos, por encima de las azules aguas podrían admirar las montañas de nevadas cimas, como prometía la etiqueta de un gran hotel de Lugano. Era una locura, indudablemente, soñar con semejante felicidad, pero Jim no podía impedir el vuelo de la imaginación. Si la quimera se había hecho realidad para tantos viajeros cuyas maletas había llevado, ¿por qué no había de realizarse algún día para él también? Claro está que alguien ha de quedar atrás para barrer los andenes, llevar los equipajes y pegar las etiquetas. Millones de personas se contentaban con pasar sus vacaciones en Brighton, Bournemouth o Blackpool.»

"ESTACIÓN VICTORIA A LAS 4,30" (C. I, fragmento)
(Título original: Victoria, Four-Thirty) 1937
de
Cecil (Edric Mornington) ROBERTS (UK, 1892-1976)