lunes, 5 de enero de 2015

RETALES DE TEXTOS


«...
—Éstos gastan en un día lo que nosotros en un mes.
—Cuando se han tenido cinco mil libras esterlinas de renta anual y esta cantidad se reduce a
mil, el que lo sufre es pobre —señaló Jim—. Cuando se tiene la costumbre de pasar el invierno en la Costa Azul, y que varios criados le sirvan a uno, parece que se está en la miseria si es preciso limitarse a una sola sirvienta y pasar el día encerrado en casa. Veo a muchas de estas personas en la estación; tenían la costumbre de viajar en primera, y como han perdido su dinero, han de hacerlo ahora en tercera, pero eso no les impide ser amables con nosotros e incluso darnos una buena propina. ¡No sucede lo mismo con esos nuevos ricos que llevan maletas de piel de cocodrilo y dan flacas gratificaciones!
—Siempre has tenido debilidad por los aristócratas, Jim.
—¡Mamá pretende que soy un bolchevique! No es mal contraste. Pero creo que yo procuro, sencillamente, ser justo. Mi divisa es: «Vivir y dejar vivir».
Sin embargo, ciertos días se le mostraba la vida como un problema insoluble. Todos aquellos jóvenes elegantes llevaban una vida muy fácil. Conducían magníficos coches y frecuentemente les acompañaban bellísimas chicas. Pero cuanto poseían lo debían al dinero, que no era suyo, sino de sus padres que lo habían ganado. La suerte les había hecho nacer en el distrito situado al norte de la estación Victoria y no en el sur, en cualquiera de sus callejuelas.
No tenía necesidad de ser bolchevique para comprobar lo caprichoso que es el destino. A un lado estaba Eton, con sus sombreros de copa, y al otro lado la escuela elemental y los pantalones remendados. Jim no pensaba que necesariamente habían de ser más felices los que habitaban en el distrito elegante. Los viajeros a quienes llevaba las maletas tenían con frecuencia expresión de ser desgraciados. Eran jóvenes a los que les aburría mortalmente la idea de ir al extranjero y que se arrastraban perezosamente detrás de sus ancianas tías. Las etiquetas provocaban la envidia de Jim: París, Milán, Roma, Ginebra, Viena, Bucarest, Atenas, El Cairo, Bagdad… ¡Ah! ¡Si su maleta pudiera llevar algún día etiquetas semejantes! Se apresuraría a bajar del tren, en vez de gritar: «¡Mozo! ¡Mozo!», o «¡Qué gentío; es verdaderamente espantoso!».
Hay muchas cosas que son desagradables, pero Jim no veía nada molesto en hacerse llevar una maleta en la que brillaba una etiqueta de Venecia, viajar en primera, comer en un restaurante de lujo, y tener como única ocupación la de permanecer sentado en un tren que corriera hacia el país del sol.
Hacía un tiempo espléndido. Muy pocas nubes y mucho sol. Resultaba cruel tener que pasar aquel radiante día de agosto bajo la marquesina de una estación, llena de humo. Había que llevar maletas continuamente de un taxi a un vagón, abriéndose paso a través de la multitud ruidosa y enervada de los viajeros. Todos iban en busca del tren que habían de tomar, de su plaza reservada y de sus maletas. Había que ocuparse de los perros, de las almohadas, de las mantas, de los bastones y de otras muchas cosas a cual más enojosa. El mozo era cosido a preguntas, bombardeado con mil recados. Había que cambiar deprisa un billete de banco extranjero en el preciso momento en que el tren se ponía en marcha. Los viajeros retrasados pedían al empleado que corriera cargado con una pesada maleta; otros le confiaban ocho bultos, olvidando que la Naturaleza no ha dotado al hombre más que de dos manos.
Jim tenía una existencia muy agitada, pero todas las molestias que se tomaba contribuían a aumentar el placer de los demás; algunas veces habría querido cambiar su vida por la de aquellos a quienes servía. Él no vería nunca las ciudades y hoteles del continente que llevaban evocadores nombres: Ritz, Miramar, Excelsior, Schweizerhol, Hotel del Lago, Bellevue, Splendid, Europa, Palacio de Invierno y Bristol. No conocería más que las etiquetas pegadas a las maletas que transportaba durante todo el día. Tantas veces se había fijado en aquellas etiquetas con puestas de sol, tupidas palmeras, góndolas, esquiadores, montañas, lagos, piscinas y floridas terrazas, que a veces soñaba con el lujo, la alegría y las vacaciones.
No era envidioso, pero, como a todos los jóvenes, le gustaba hilvanar quimeras y construir castillos en el aire. Había jurado a Lizzie que pasarían la luna de miel en Lugano, en un hotel que dominara el lago. Tendrían una alcoba con balcón, y, ante ellos, por encima de las azules aguas podrían admirar las montañas de nevadas cimas, como prometía la etiqueta de un gran hotel de Lugano. Era una locura, indudablemente, soñar con semejante felicidad, pero Jim no podía impedir el vuelo de la imaginación. Si la quimera se había hecho realidad para tantos viajeros cuyas maletas había llevado, ¿por qué no había de realizarse algún día para él también? Claro está que alguien ha de quedar atrás para barrer los andenes, llevar los equipajes y pegar las etiquetas. Millones de personas se contentaban con pasar sus vacaciones en Brighton, Bournemouth o Blackpool.»

"ESTACIÓN VICTORIA A LAS 4,30" (C. I, fragmento)
(Título original: Victoria, Four-Thirty) 1937
de
Cecil (Edric Mornington) ROBERTS (UK, 1892-1976)


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