«...
—Éstos gastan en un día lo que nosotros en un mes.
—Cuando se han tenido cinco mil libras esterlinas de renta anual y esta
cantidad se reduce a
mil, el que lo sufre es pobre —señaló Jim—. Cuando se tiene la
costumbre de pasar el invierno en la Costa Azul, y que varios criados le sirvan
a uno, parece que se está en la miseria si es preciso limitarse a una sola
sirvienta y pasar el día encerrado en casa. Veo a muchas de estas personas en
la estación; tenían la costumbre de viajar en primera, y como han perdido su dinero,
han de hacerlo ahora en tercera, pero eso no les impide ser amables con
nosotros e incluso darnos una buena propina. ¡No sucede lo mismo con esos
nuevos ricos que llevan maletas de piel de cocodrilo y dan flacas gratificaciones!
—Siempre has tenido debilidad por los aristócratas, Jim.
—¡Mamá pretende que soy un bolchevique! No es mal contraste. Pero creo
que yo procuro, sencillamente, ser justo. Mi divisa es: «Vivir y dejar vivir».
Sin embargo, ciertos días se le mostraba la vida como un problema
insoluble. Todos aquellos jóvenes elegantes llevaban una vida muy fácil.
Conducían magníficos coches y frecuentemente les acompañaban bellísimas chicas.
Pero cuanto poseían lo debían al dinero, que no era suyo, sino de sus padres
que lo habían ganado. La suerte les había hecho nacer en el distrito situado al
norte de la estación Victoria y no en el sur, en cualquiera de sus callejuelas.
No tenía necesidad de ser bolchevique para comprobar lo caprichoso que
es el destino. A un lado estaba Eton, con sus sombreros de copa, y al otro lado
la escuela elemental y los pantalones remendados. Jim no pensaba que
necesariamente habían de ser más felices los que habitaban en el distrito
elegante. Los viajeros a quienes llevaba las maletas tenían con frecuencia
expresión de ser desgraciados. Eran jóvenes a los que les aburría mortalmente
la idea de ir al extranjero y que se arrastraban perezosamente detrás de sus
ancianas tías. Las etiquetas provocaban la envidia de Jim: París, Milán, Roma,
Ginebra, Viena, Bucarest, Atenas, El Cairo, Bagdad… ¡Ah! ¡Si su maleta pudiera
llevar algún día etiquetas semejantes! Se apresuraría a bajar del tren, en vez
de gritar: «¡Mozo! ¡Mozo!», o «¡Qué gentío; es verdaderamente espantoso!».
Hay muchas cosas que son desagradables, pero Jim no veía nada molesto
en hacerse llevar una maleta en la que brillaba una etiqueta de Venecia, viajar
en primera, comer en un restaurante de lujo, y tener como única ocupación la de
permanecer sentado en un tren que corriera hacia el país del sol.
Hacía un tiempo espléndido. Muy pocas nubes y mucho sol. Resultaba
cruel tener que pasar aquel radiante día de agosto bajo la marquesina de una
estación, llena de humo. Había que llevar maletas continuamente de un taxi a un
vagón, abriéndose paso a través de la multitud ruidosa y enervada de los
viajeros. Todos iban en busca del tren que habían de tomar, de su plaza
reservada y de sus maletas. Había que ocuparse de los perros, de las almohadas,
de las mantas, de los bastones y de otras muchas cosas a cual más enojosa. El
mozo era cosido a preguntas, bombardeado con mil recados. Había que cambiar
deprisa un billete de banco extranjero en el preciso momento en que el tren se
ponía en marcha. Los viajeros retrasados pedían al empleado que corriera
cargado con una pesada maleta; otros le confiaban ocho bultos, olvidando que la
Naturaleza no ha dotado al hombre más que de dos manos.
Jim tenía una existencia muy agitada, pero todas las molestias que se
tomaba contribuían a aumentar el placer de los demás; algunas veces habría
querido cambiar su vida por la de aquellos a quienes servía. Él no vería nunca
las ciudades y hoteles del continente que llevaban evocadores nombres: Ritz,
Miramar, Excelsior, Schweizerhol, Hotel del Lago, Bellevue, Splendid, Europa,
Palacio de Invierno y Bristol. No conocería más que las etiquetas pegadas a las
maletas que transportaba durante todo el día. Tantas veces se había fijado en
aquellas etiquetas con puestas de sol, tupidas palmeras, góndolas, esquiadores,
montañas, lagos, piscinas y floridas terrazas, que a veces soñaba con el lujo,
la alegría y las vacaciones.
No era envidioso, pero, como a todos los jóvenes, le gustaba hilvanar
quimeras y construir castillos en el aire. Había jurado a Lizzie que pasarían
la luna de miel en Lugano, en un hotel que dominara el lago. Tendrían una
alcoba con balcón, y, ante ellos, por encima de las azules aguas podrían
admirar las montañas de nevadas cimas, como prometía la etiqueta de un gran hotel
de Lugano. Era una locura, indudablemente, soñar con semejante felicidad, pero
Jim no podía impedir el vuelo de la imaginación. Si la quimera se había hecho
realidad para tantos viajeros cuyas maletas había llevado, ¿por qué no había de
realizarse algún día para él también? Claro está que alguien ha de quedar atrás
para barrer los andenes, llevar los equipajes y pegar las etiquetas. Millones de
personas se contentaban con pasar sus vacaciones en Brighton, Bournemouth o
Blackpool.»
"ESTACIÓN VICTORIA A LAS 4,30" (C. I, fragmento)
(Título original: Victoria, Four-Thirty) 1937
de
Cecil (Edric Mornington) ROBERTS (UK, 1892-1976)
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