«-Antes, efectivamente -se volvió el príncipe hacia ella, volviendo a animarse un tanto (parecía capaz de animarse muy pronto y de buena fe)-, efectivamente, cuando usted me pedía tema para un cuadro se me ocurrió el de la cara del reo un minuto antes de que vaya a caer la cuchilla de la guillotina, cuando todavía está de pie en el patíbulo, antes de que lo tiendan en la báscula.
-¿Qué cara? ¿La cara solamente? -preguntó Adelaida-. El tema es terrible, ¿qué cuadro resultaría?-No lo sé, ¿por qué no? -insistió con calor el príncipe-. En Basilea vi hace poco un cuadro de ese género. Me agradaría mucho hablarle de él... Alguna vez lo haré... Me produjo gran impresión.
-Del cuadro de Basilea nos hablará más tarde -dijo Adelaida-. Ahora explíqueme lo de la ejecución. ¿Puede describirlo tal como usted lo recuerda? ¿Cómo pintar esa cara? ¿La cara solamente? ¿Cómo era esa cara?
-Era
justamente un minuto antes de morir -empezó el príncipe de muy buen grado,
arrastrado por los recuerdos y, visiblemente abstraído de todo cuanto le
rodeaba-, el momento en que acababa de subir la escalerilla y ponía el pie en
el patíbulo. En aquel instante volvió la vista hacia donde yo estaba; yo miré
su cara y lo comprendí todo... Aunque, ¿cómo describirlo? Me agradaría mucho,
muchísimo, que usted o algún otro lo pintase. ¡Mejor usted que nadie! Ya
entonces pensé que el cuadro sería útil. ¿Sabe?, hace falta tener noción de
todo lo que ocurrió antes, de todo, de todo. Estuvo en la cárcel y llevaba
aguardando la ejecución, por lo menos, una semana; contaba con las formalidades
de costumbre, que determinado documento debía llegar a cierta oficina y que pasaría
una semana antes de que todo quedase ultimado. Y de pronto, por un hecho
casual, todos los requisitos quedaron ultimados. A las cinco de la mañana
estaba durmiendo. Era fines de octubre; a las cinco todavía hace frío y está
oscuro. Entró en la celda el director de la prisión con los guardias,
procurando no hacer ruido y le tocó levemente el hombro; el preso se incorporó,
apoyándose en los codos, y vio luz: «¿Qué pasa?» «La ejecución será a las
diez.» El, que apenas si se había despertado, no lo creyó, empezó a discutir,
afirmando que la orden tardaría en firmarse una semana; pero al darse cuenta de
las cosas dejó de insistir y -según contaban- quedó silencioso. Luego dijo:
«Sin embargo, así, de pronto, resulta difícil...», enmudeció y ya no quiso hablar
más. Las tres o cuatro horas siguientes se invirtieron en las cosas de
costumbre: el sacerdote, el almuerzo con vino, café y carne de vaca (¿no es una
mofa? Porque si uno se para a pensarlo, es algo cruel, mientras que, por otra
parte, son gente ingenua, lo hacen de todo corazón y están convencidos de que
eso es amor al prójimo), luego le cortaron el pelo (ya saben lo que es el corte
de pelo del reo) y, por fin, lo llevaron a través de toda la ciudad hasta el
patíbulo... Pienso que también en estos momentos se tiene la sensación de que,
mientras lo conducen, queda una eternidad de vida. Me parece que, seguramente,
pensaba por el camino: «Todavía falta mucho, tengo otras tres calles de vida;
recorreré ésta, luego la otra, después ésa donde hay una panadería a la
derecha... ¡queda mucho por llegar a la panadería!» Alrededor, la gente,
gritos, ruido, diez mil caras, diez mil pares de ojos; todo esto hay que
soportarlo, y, sobre todo, una idea: «¡Ellos son diez mil y no ejecutan a
ninguno, y a mí sí!» Pero no se trata más que de los preliminares. Al patíbulo
conduce una escalerilla; está ante ella y de pronto rompe a llorar; y se
trataba de un hombre fuerte y valeroso, un gran criminal, según decían. El
sacerdote no se apartaba de él, le había acompañado en la carreta y no cesaba
de hablar, aunque apenas si el otro prestaba oído: empezaba a escuchar y a las
tres palabras no comprendía nada. Así debió de ser. Empezó, por fin, a subir la
escalerilla; le habían atado los pies y sólo podía caminar con pasos muy cortos.
El sacerdote, que debía de ser un hombre inteligente, dejó de hablar,
limitándose a darle a besar el crucifijo. Al pie de la escalerilla estaba muy
pálido, pero al subir al patíbulo quedó blanco como el papel, exactamente igual
que el papel de cartas. Seguramente las piernas le flaqueaban y se le habían
entumecido, sentía náuseas, como si algo le oprimiese la garganta y le
produjera un cosquilleo. ¿Lo han sentido ustedes cuando se tiene miedo o se
atraviesan unos instantes terribles, unos instantes en que la razón se
conserva, pero ya no tiene ningún poder? Es como, por ejemplo, si nos amenazase
una muerte inevitable, una casa se derrumbase sobre nosotros y, de pronto,
sintiéramos el deseo irresistible de sentarnos, cerrar los ojos y esperar, ¡sea
lo que sea!... Pues bien, entonces, cuando empezaba esa debilidad el sacerdote
le acercaba con gran prisa, con un gesto rápido y en silencio, el crucifijo a
los labios; era un crucifijo pequeño de plata; se lo acercaba sin cesar, a cada
instante. Y en cuanto el crucifijo tocaba sus labios, él abría los ojos,
durante unos segundos parecía reanimarse y las piernas le obedecían. Besaba el
crucifijo con ansia, con prisa, como si tratase de no olvidar el llevar algo
consigo en reserva, por si acaso, aunque es difícil que en aquellos momentos
tuviera conciencia de nada religioso. Así fue hasta la misma báscula... ¡Es
extraño que en los últimos segundos son muy pocos los que se desmayan! Al
contrario, la cabeza vive y trabaja terriblemente, con mucha, con muchísima fuerza,
como una máquina puesta en movimiento; me imagino que golpean en ella diversos
pensamientos, todos incompletos y acaso ridículos, que no tienen nada que ver
con el caso: «Ese me mira, tiene una verruga en la frente; el botón de abajo
del verdugo está oxidado...» No obstante, lo sabe todo y todo lo recuerda; hay
un punto que es imposible olvidar, y es imposible desmayarse, y todo gira en
torno a ese punto. ¡Y pensar que esto es así hasta el último cuarto de segundo,
cuando la cabeza está ya sobre el tajo y espera, y... sabe, y de pronto escucha
por encima de él cómo resbala la cuchilla! ¡Porque lo oye infaliblemente!
Imagínese que hasta ahora siguen discutiendo sobre si la cabeza, en el momento
de caer, un segundo más, sabe que se ha desprendido del cuerpo, ¡qué idea! ¿Y
si fueran cinco segundos?... Pinte el patíbulo de modo que solo se vea
claramente y de cerca el último peldaño; el reo ha puesto el pie en él, su cara
blanca como el papel, el sacerdote que acerca el crucifijo, él lo besa con unos
labios lívidos, y mira, y lo sabe todo. El crucifijo y la cabeza: ahí tiene el
cuadro; la cara del sacerdote, el verdugo, sus dos ayudantes y algunas cabezas
y ojos más abajo; todo esto se puede pintar como en un tercer plano, entre
brumas, como detalles accesorios... Ahí tiene el cuadro.»
"EL IDIOTA"
Fedor DOSTOYEVSKI
Cap. 5. Fragmento.
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