lunes, 7 de diciembre de 2015

PEDAZOS DE TEXTO


  "El doctor Saunders sentía un interés por sus congéneres que no era científico ni tampoco completamente humano. Quería que le entretuviesen. Por eso los observaba sin apasionamiento, experimentando el mismo placer al descifrar un carácter que el que siente el matemático al resolver un problema. No hacía ningún uso de los conocimientos que obtenía. Su satisfacción era meramente estética, y si el conocer y juzgar a los hombres le daba una superioridad sobre los demás mortales, no parecía tener conciencia de ella. Tenía menos prejuicios que la mayoría de los hombres. El sentido de la desaprobación le era desconocido. Muchas personas son indulgentes con sus propios vicios, pero no pueden sufrir los ajenos. Otras, más comprensivas, los aceptan todos con benévola tolerancia, tolerancia que la mayor parte de las veces es más teórica que práctica. Sin embargo, son pocos los que pueden soportar sin disgusto una manera de ser distinta a la suya. Un hombre se indigna rara vez ante la idea de que alguien ha seducido a la mujer de otro; puede seguir conservando su ecuanimidad al enterarse de que una persona ha hecho trampas en el juego o falsificado un cheque (aunque ya no es tan fácil si él es la víctima), pero le resulta duro, por lo general, convertirse en amigo íntimo de una persona que hace ruido al masticar y que se sirve del cuchillo en vez de la cuchara. El doctor Saunders carecía de sensibilidad para estas cosas. Los malos modales en la mesa le afectaban tan poco como una úlcera purulenta. Lo bueno y lo malo era para él como el buen tiempo y el malo. Juzgaba pero no condenaba: se reía.
     Era fácil llevarse bien con él. Gozaba de muchas simpatías, pero no tenía amigos. Era un compañero agradable, aunque no intentaba intimar nunca con nadie ni permitía que intimasen con él. En el fondo de su corazón sentía que no había nadie en el mundo que no le fuese indiferente. Se bastaba a sí mismo. Su felicidad dependía de él y no de los demás. De temperamento egoísta, pero perspicaz y desinteresado, pocos se daban cuenta de ello y nadie resultaba perjudicado. No quería nada. Jamás se interponía en el camino de los demás. El dinero significaba poco para él y nunca le preocupaba si sus clientes le pagaban o no. Esta era la razón de que le creyeran un filántropo. Como el tiempo tenía para él la misma importancia que el dinero, lo mismo le daba asistirlos que no asistirlos. Le divertía ver cómo se curaban sus dolores. Continuaba hallando siempre motivo de diversión en la naturaleza humana. Identificaba las personas y los enfermos. Ambos eran páginas de un libro interminable, y el hecho de que hubieran tantas repeticiones hacía que su interés aumentase. Era curioso observar la forma en que todos los hombres blancos, amarillos y bronceados obraban en las situaciones críticas de la vida, pero el espectáculo no le conmovía ni alteraba sus nervios. La muerte era, al fin y al cabo, el mayor acontecimiento en la vida de los hombres, y nunca había dejado de interesarle la manera cómo le hacían frente. Intentaba penetrar, poseído por un ligero estremecimiento, en el subconsciente del hombre, contemplando a través de los ojos asustados, retadores, sombríos o resignados, el alma que se hallaba por primera vez ante la certeza de que su carrera había terminado. Pero este acontecimiento era fruto únicamente de la curiosidad. No llegaba a conmoverse. No sentía tristeza ni piedad. Tan sólo le llamaba la atención que lo que era tan importante para uno significase tan poco para los demás. Sin embargo, su actitud estaba llena de simpatía. Sabía perfectamente lo que había de decir para aliviar el dolor o acallar el miedo de aquellos momentos, y no había nadie que no se sintiera fortalecido, consolado y animado con sus palabras. Era un juego en el que tomaba parte, experimentando una gran satisfacción al jugar bien. Poseía una amabilidad natural, pero tratábase de una amabilidad instintiva, que no entrañaba verdadero interés por el prójimo. Socorría a cualquiera que se encontrara en un apuro, pero si no conseguía aliviarle, no se preocupaba más de ello. No le gustaba matar a los seres vivientes, y absteníase de cazar y de pescar. Por la simple razón de creer que todas las criaturas tenían derecho a la vida, llegaba al extremo de espantar una mosca o un mosquito antes que matarlos. Quizá fuera un hombre excesivamente lógico. No podía negarse que llevaba una vida perfecta, en el supuesto de que no reduzcamos la bondad a una conformidad con las propias inclinaciones sensuales, pues era caritativo y bondadoso y dedicaba sus energías a aliviar el dolor; mas, si valoramos sus motivos, no merecía la menor alabanza, ya que sus acciones no eran inspiradas por el amor, la compasión o la caridad."

"El paso del hombre", Novela
(fragmento)

W. SOMERSET MAUGHAM  (1874 - 1965)


  

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