domingo, 30 de marzo de 2014

RETALES DE TEXTO



“Las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde solían ser las más feraces para los vendedores de libros viejos acantonados en la plaza de Armas, a la sombra de los falsos laureles, la estatua del Padre de la Patria, y los adustos palacios donde se sostuvieron las riendas de un poder colonial que consideró a la isla como una de las joyas más preciadas de su corona imperial. Las hordas de turistas extranjeros, ansiosos unos, aburridos otros por la obligación de zambullirse en un programado baño de historia, habitualmente abrían o cerraban su periplo de la ciudad antigua justo en las inmediaciones de la que una vez fuera su plaza mayor. A pesar de que los vendedores de libros siempre los recibían como clientes potenciales aunque demasiado veleidosos, la experiencia les había demostrado que sólo con cierta dificultad y mucha verborrea persuasiva se les podía hacer tragar algún libro, generalmente poco significativo por su valor histórico o bibliográfico; aquella turba de empleados públicos, pequeños comerciantes, pensionados ahorrativos, viejos militantes ya sin militancia pero empeñados en ver con sus propios ojos el último reducto del socialismo más real, sumados a los trasnochados de las más diversas especies, convencidos por sus hábiles agentes de viaje de que Cuba era un paraíso de bajo costo, tendían a ser adictos a otras pasiones más elementales —sensuales, climáticas y a veces hasta ideológicas—, distintas de la bibliofilia.

En realidad, el muestrario de libros desplegados en la histórica plaza era apenas las sobras exhibibles del verdadero banquete. Porque los libros valiosos, los que podían encontrar sin titubeos la ruta hacia las subastas donde lucirían en la frente cifras de tres y cuatro dígitos, tenían prohibida su venta pública y nunca llegaban a los modestos tableros de venta. Aquellas delicatesen, por lo general, estaban predestinadas a compradores más o menos establecidos: algunos diplomáticos bibliófilos; corresponsales de prensa y negociantes extranjeros radicados en Cuba, con dólares suficientes para comprar joyas de papel; unos pocos cubanos enriquecidos por vías legales, semilegales o totalmente ilegales, decididos a invertir en valores seguros; además de algunos amateurs que visitaban con cierta frecuencia la isla y habían establecido ya sus preferencias en los rubros de la literatura, el tabaco y las mujeres. Sin embargo, los verdaderos destinatarios de las rarezas bibliográficas invisibles eran varios tratantes profesionales de libros valiosos, especialmente españoles y mexicanos, más algunos cubanos radicados en Miami y Nueva York, proveedores de subastas o dueños de librerías promovidas incluso por Internet. Estos especialistas habían descubierto a principios de los noventa el filón habanero, destapado en los años más arduos de la Crisis, y al principio llegaban dispuestos a comprar lo que buenamente les pudieran ofrecer sus desesperados colegas cubanos. Luego, establecidas las conexiones precisas y comprobada la profundidad de la mina, cambiaron el estilo y en cada viaje empezaron a aparecer con una lista de golosinas exóticas ya solicitadas por clientes empeñados en tener un título específico, de un autor con nombre y apellidos, en una edición determinada. Esta trata subterránea resultaba con mucho la más productiva, a la vez que la más peligrosa, pues las autoridades cubanas habían llegado a saber cómo algunos vendedores de libros, en contubernio con empleados de las bibliotecas, habían sacado del país verdaderos tesoros del fondo bibliográfico cubano y universal e, incluso, manuscritos definitivamente irrecuperables. Pero erradicar aquella práctica desangrante resultaba casi imposible, pues en algunas ocasiones la fuente proveedora era el bibliotecario que gana doscientos cincuenta pesos al mes, el cual difícilmente puede resistirse a una oferta de doscientos dólares —su sueldo de veinte meses— por extraer una papelería o un volumen solicitado por algún comprador enfáticamente interesado. Aquel saqueo sordo había obligado a las bibliotecas cubanas a poner bajo siete llaves sus libros más valiosos, aunque nadie había logrado cerrar el goteo de un grifo irreparable gracias al cual algunos encontraban solución transitoria a sus calamidades materiales.”

LA NEBLINA DEL AYER (2005)
Leonardo Padura

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