“Practicábase la autopsia
en gran escala. Alrededor de un enfermo, de un caso interesante, los ‘patronos’
discutían. Heubel era de opinión que se trataba de un tumor benigno, Geoffrey
aseguraba que era un cáncer y Géraudin se pronunciaba por un absceso. Doutrevak
y Donat formulaban nuevos y divergentes criterios. En presencia del moribundo
se cambiaban los más bárbaros epítetos, totalmente incomprensibles para el paciente.
Una frase misteriosa ponía término al debate:
—Está bien. Ya volveremos
a discutir en casa de Morgagni.
Ir a casa de Morgagni —el
primer medico que a pesar de las antiguas reglas de la Iglesia se atrevió a
disecar un cadáver humano era practicar la autopsia. Decíase también
—Haremos una ‘necro’.
A fuerza de discutir
sobre su caso, había también enfermos cuya muerte era esperadad con una especie
de impaciencia. Especialmente un absceso del cerebro ponía al rojo vivo, desde
hacía un mes, la pasión general.
En principio, la ley
impone un plazo de veinticuatro horas antes de practicarse la autopsia. Lo que
es muy enojoso porque las vísceras se corrompen. Surge de ahí un conflicto asaz
dramático entre la compasión inmediata por los restos de un desgraciado y esa
otra piedad más elevada que quiere conocer, saber, instruirse, para aliviar en
el futuro innumerables miserias. En general se encontraba una fórmula de
arreglo. Introducíase inmediatamente en el vientre del muerto, para mantenerlo
en estado de conservación, un litro de formol. O bien, si se trataba únicamente
de examinar un órgano que era menester conservarlo en un estado de frescor, por
ejemplo, un riñón, se practicaba una amplia incisión para desasirlo, se
introducía la mano en el vientre y se sacaba del fondo del mismo. Un riñón se
extrae con facilidad.
Y si el caso era
verdaderamente interesante y merecedor de un examen general, se practicaba
también la autopsia. Se bajaba al depósito. En la cámara, todos los muertos,
desnudos, estaban alineados, dispuestos por pisos, cada uno en su caja
encristalada. Se tiraba de uno de los cajones y aparecía un hombre. Y se
operaba sobre su cuerpo, procurando respetar la cabeza en atención a la
familia. La administración, al dar cuenta del fallecimiento a los parientes del
muerto, les preguntaba siempre la hora en que llegarían. Contábase, por tanto,
con el tiempo suficiente. Algunas veces, sin embargo, los parientes se
presentaban demasiado pronto. Entonces le tocaba a sor Angélica ingeniarse para
hacerles esperar en la antesala con un pretexto cualquiera. Y de cuando en
cuando llamaba furtivamente a la puerta y decía en voz baja:
—Dense prisa.
En efecto, los
estudiantes se apresuraban como si fueran ladrones, se remendaba el cadáver
mediante burdos zurcidos, curas, bandas de esparadrapo y sumarias adherencias.
Y mientras sor Angélica amortajaba el cadáver, arreglaba la capilla y encendía
los cirios, los estudiantes se marchaban por una puerta excusada… La familia no
sospechaba nada. La estancia era oscura, y todo el piadoso material acumulado
por las religiosas le distraía a uno de todo lo demás. Y ese muerto, con las
manos juntas, ese cadáver, ese boj mojado en agua bendita que le prodigaban a
uno como una aspersión respetuosa y distante, infundía una profunda sumisión. A
lo sumo se atrevía uno a estampar un beso fugaz en la gélida mejilla… Y detrás
aguardaba, discreto sin duda pero embarazoso, el hombre de las Pompas Fúnebres…
No había que impacientarle. Cuando uno es pobre y tímido, se preocupa del
trabajo de los demás y sabe el valor del tiempo. Las despedidas eran breves. Y
uno se iba e inmediatamente el hombre se acercaba al cadáver, y con un ademán,
excesivamente ampuloso, sacaba un metro del bolsillo y tomaba las medidas…”
"CUERPOS Y ALMAS" (1936)
Maxence VAN DER MEERSCH (1907 - 1951)