«Fuera o no por culpa de su indigesto matrimonio, tenía ganado ya el
hábito de provocar conversaciones a costa de su persona. Hoy cuchicheaban de
sus broncas pero mañana hablarían quizá de algo mejor. Ya era un personaje. Un
bien de interés general para el vecindario. Por algo se ha de empezar. Y,
normalmente, se empieza desde abajo.
De momento, sus ingenuos sueños de notoriedad se proyectaban hacia el
reducido espacio rectangular de la pantalla del televisor. A veces se imaginaba
superando los nimios retos de un concurso vespertino, y otras, cuando la amable
lasitud de la madrugada avivaba la euforia interior, se veía ocupando el sillón
de los invitados de honor en el magacín de máxima audiencia, protagonizando la
típica entrevista al fenómeno o la sorpresa del año, esa oportunidad única que
tienen en la vida los que no nacieron bajo el sino del éxito o el prestigio.
Curiosamente nunca se predijo como una futura diseñadora o modista, sino que,
ya puestos a fantasear, prefería estimularse con hitos más peregrinos. Estaba
claro que para alguien como ella el triunfo nunca llegaría como la cumbre o la
meta de una trayectoria dirigida a lo largo del tiempo. Las personas de su
condición alcanzaban la fama de súbito, como quien gana a la lotería, por
fortuna y no por acierto. Si un medio había al alcance de tales sueños, ése era
sin duda la televisión.
El enigma residía en cómo ir a parar hasta allí. Qué hacer de
extraordinario para merecer un espacio, por mínimo que fuese. Una de las
primeras cosas que pensó Dora tras la detención de Murphy fue que dispondría de
tiempo para acometer proyectos personales al margen de las costuras y los
arreglos textiles de cada día. Aunque no parecía tener demasiado sentido, la
primera decisión de casi todos los recién separados era la de cambiar
radicalmente de personalidad, en lugar de intentar recuperarla. Había leído
tres o cuatro libros de esos que llamaban de autoayuda durante los tiempos
muertos que hubo de rellenar a lo largo del período judicial previo a la
encarcelación de Murphy. Eran mamotretos condescendientes que dejaban una vaga
sensación de mediocre placebo, aunque ella, lectora displicente y de nula
ambición académica, disfrutaba de aquella forma facilona de recorrer los
lugares comunes de la frustración. Creyó firmemente en sus posibilidades de
convertirse en autora. Sólo tendría que cambiar o disfrazar su nombre auténtico
a base de giros fonéticos que remitieran a la India, Latinoamérica o el Tíbet.
Era lo suficientemente experta en insatisfacción personal como para permitirse
la arrogancia de regalar consejos. No obstante, su libro no sería de autoayuda
sino de ayuda, a secas. No entendía lo del prefijo reflexivo. Se suponía que
esos libros se escribían para ayudar a los demás y lo de “autoayuda” sugería
que el verdadero beneficiado era el autor. Era como si un médico le dijera al
paciente “voy a automedicarle”. Así que esos mequetrefes elocuentes que
escribían aquellos libros eran tan farsantes como los santones que poblaban la
madrugada de las cadenas locales con sus grotescas túnicas y sus dedos
embutidos en horribles anillos. Dudaba si en verdad aspiraba a convertirse en
algo así. De lo que estaba segura era de que cualquier cosa, incluida aquella
excentricidad literaria, era mejor que lo que tenía ahora a su alrededor.
Antes de sopesar salidas tan narcisistas, ya había intentado el camino
más previsible, aquél que habría ocupado el capítulo uno en el índice de su
hipotético tratado de alternativas a un matrimonio infeliz: buscarse a otro.»
LA VIDA PRIVADA DE DIOS (Novela)
de
José Ignacio GARCÍA MARTÍN
Gracias por este "retal". Me alegra mucho que estés disfrutando de la novela. Un abrazo.
ResponderEliminarNo hay que darlas; ha sido un placer. Un abrazo para ti también.
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