martes, 29 de octubre de 2013

RETALES DE TEXTO

«Como la primavera ya está entrada y los soles de este mes de mayo aprietan con pretensiones de verano, el escuálido banco de la esquina, junto a la casa de Ana, se ha vuelto a ocupar con los ancianos de siempre, que siempre son distintos y parecen los mismos, las mismas arrugas, los mismos ojos opacos y medrosos. Centro de Madrid, contaminación, ruidos, coches, alquitranes flotantes, polvo pegajoso y espeso. Allí están, sin embargo, en ese banco ridículo que se inclina sobre el asfalto, tomando un baño de sol urbano y ponzoñoso mientras la ciudad vibra a su alrededor con el ronquido de los autobuses. Allí permanecen horas y horas sin hablarse entre sí, contentos de sentirse juntos, satisfechos de haberse reencontrado, esperando que al día siguiente no falte nadie en esta cita sin palabras. Porque en la contemplación de los demás sacan las fuerzas necesarias para convencerse de que aún están viviendo. Estos ancianos del banco son viejecitos pulcros, con camisas bastas de cuellos deshilachados a fuerza de lavarse, en los que se adivina la mano hacendosa de una hija. Pero hay otros. Hay otras clases de viejos y de viejas. Están los solitarios, los beodos, los miserables, esos guiñapos que se acurrucan en las escaleras del metro, que se envuelven en papeles, que extienden una mano amoratada y verrugosa pidiendo quien sabe qué además de dinero, ancianos impresentables que la ciudad ignora, habituales de una esquina hasta que una madrugada particularmente helada y húmeda les hace desaparecer para siempre. Y hay otros aún, están también los viejos caros, que difícilmente se resignan. Visten buenos trajes y presiden consejos de administración hasta que el yerno les echa o el hijo les releva con más o menos diplomacia. Entonces se dedican a pasear por las aceras vecinas al Retiro apuntalados en un bastón de estilo, intentando mantener una dignidad ruinosa; suelen dibujar en sus rostros expresiones absortas para dar a entender que su tiempo sigue valiendo oro y que aún han de pensar en muchas cosas importantes, y cuando se cruzan con una quinceañera de apretadas carnes, vuelven la vista, los ojos lacrimosos —los viejos son propensos al llanto y otras humedades— y adquieren una expresión algo aniñada que en contraste con su rostro destruido semeja mueca monstruosa… …»

CRONICA DEL DESAMOR 

Rosa MONTERO

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