Titular una novela es algo que da serios
dolores de cabeza a muchos autores. Esto no es nuevo. Cuentan de Ernest Hemingway que era torpe en extremo para
crear un buen título pese a que llegaba a escribir hasta cien opciones distintas
para después descartarlas todas con el consiguiente desespero de sus editores.
Antaño era relativamente sencillo o lo
era el criterio para dar título a una obra. Bastan un par de ejemplos para
traernos a la memoria otros muchos: “Ana Karenina” (L.Tolstoi), “Las cuatro plumas” (A.E.W. Mason). Algunos resumen de forma clara y concreta la historia que
el libro contiene, como “Cinco semanas en globo” (J. Verne). Tamaña sencillez sufrió el primer revulsivo con la oleada
de títulos hispanoamericanos. Bautizar una obra se ha convertido en una labor
difícil.
Se ha preguntado a diferentes escritores
al respecto ¿Cómo eligen el título? ¿De dónde extraen la idea?
Luis Goytisolo (y varios otros coinciden con él) opina que el título
siempre debe salir del interior de la novela para entenderla sin saber aún de
qué va. En la misma línea Rosa Montero,
quien dice que el título tiene que ser verdadero, que ha de nacer dentro de la
novela. Otros autores aconsejan titular una obra con una metáfora. Cuándo
preguntaron a Eduardo Mendoza, éste
dijo que las esquelas de los periódicos daban muchas ideas. Agustín Fernández Mallo por su parte afirma que
el mejor título de un libro es el que menos tiene que ver con su contenido.
Véase pues que hay orientaciones para todos los gustos.
Si tendrá valor un buen título que
Alejandro Gándara se jugó “El
desorden de tu nombre” en una partida de cartas que le ganó Juan José Millás, como sabemos.
El combate que hoy se libra en el
mercado, en todos los órdenes, azuza la imaginación; imprescindible para
hacerse con un hueco aunque sea tan minúsculo como efímero. El título tiene que
ser llamativo. Se buscan afanosamente títulos que llamen la atención, que
atrapen, que tengan garra. Y cada uno procura distinguirse del vecino pese a la
estrecha convivencia; como la de “Seda” (A. Baricco) con “La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de
gasolina” (S. Larsson).
En ocasiones se pasa del ingenio del absurdo a lo escatológico, a lo vulgar e
incluso a lo grosero. Se dice que Charles Bukowski
manifestó estar más que complacido con sus ediciones españolas porque son las
que ofrecen los títulos más salvajes y rompedores.
No es que en España tengamos
mal gusto, no, es que necesitamos mover el negocio como sea y si algo se sale
de madre también ayuda.
En un mercado copado de títulos, cuando
ensayadas varias opciones no damos con el resultado apetecido ¿qué podemos
hacer? ¿cómo dar con un título original?
Dicen de Honoré de Balzac que un joven escritor le preguntó cómo podía titular una
novela que había escrito. El muchacho no daba datos suficientes. El maestro francés
le respondió: "¿Sale algún tambor? —No. ¿Sale alguna trompeta? —No.
Pues está clarísimo: ‘Sin tambores ni trompetas’ “
Me parece un criterio harto
contemporáneo el de Balzac. Los grandes, llamados viejas glorias de la
literatura (el énfasis se pone en el adjetivo) tienen recursos que ofrecernos todavía hoy.
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