sábado, 6 de abril de 2013

PEDAZOS DE TEXTO


“No fue una cena alegre. En el centro de la mesa, la cestita en que se encontraban, además de los “bocados” rituales, el tarro de hàroset, las macollas de hierba amarga, el pan ácimo y el huevo duro reservado para mí, el primogénito, destacaba inútilmente bajo el pañuelo de seda blanco y azul que la abuela Ester había bordado con su propias manos cuarenta años antes. Pese a que la habían puesto con todo cuidado o, mejor dicho, precisamente por eso, la mesa había adquirido un aspecto bastante parecido al que presentaban las noches de Kippur, cuando la preparaban sólo para Ellos, los muertos familiares, cuyos huesos yacían en el cementerio situado al final de Via Montebello y que, sin embargo, estaban bien presentes allí, en espíritu y efigie. Allí, en sus puestos, aquella noche estábamos sentados nosotros, los vivos. Pero en menor número que en otro tiempo y no ya alegres, risueños, vocingleros, sino tristes y pensativos como muertos. Yo miraba a mi padre y a mi madre, ambos muy aviejados en pocos meses. Miraba a Fanny, que ya tenía quince años pero que, como si un arcano temor hubiera detenido su desarrollo, no aparentaba más de doce. Miraba a mi alrededor, uno a uno, a tíos y primos, gran parte de los cuales serían engullidos al cabo de unos años por los hornos crematorios alemanes y, desde luego, no se imaginaban que acabarían así, ni yo tampoco lo imaginaba, y, aún así, ya entonces, aquella noche, aunque los veía tan insignificantes en sus pobres rostros tocados con sombreritos burgueses o enmarcados por las burguesas permanentes, aunque sabía hasta qué punto eran obtusos, hasta qué punto incapaces de valorar el alcance real del hoy y leer en el mañana, ya entonces me parecían envueltos en la misma aura de misteriosa fatalidad estatutaria que los rodea, ahora en la memoria. Miraba a la vieja Cohèn, la distinguida solterona sexagenaria que había salido del asilo de Via Vittoria para ir a servir en una casa de correligionarios acomodados, pero no deseaba otra cosa que volver a él, al asilo, y, antes que los tiempos empeoraran aún más, en él morir. Me miraba, por último, a mí mismo, reflejado en el agua opaca del espejo de enfrente, también yo ya un poco canoso, preso también yo en el mismo engranaje, pero reacio, aún no resignado. Yo no estaba muerto —me decía—, ¡yo estaba bien vivo! Pero entonces, si aún vivía, ¿por qué me quedaba allí con los demás? ¿Con qué fin? ¿Por qué no escapaba en seguida de aquella desesperada y grotesca reunión de espectros o, al menos, no me tapaba los oídos para no oír hablar más de “discriminaciones”, “méritos patrióticos”, “certificados de antigüedad”, “cuartos de sangre”, no oír más la mezquina lamentación, el monótono, gris e inútil treno que con voz queda entonaban parientes y consanguíneos a mi alrededor? La cena iba a prolongarse así, entre discursos mascullados, a saber por cuántas horas y con las evocaciones de mi padre a cada rato, entre amargado y complacido, de las diversas “afrentas” que había debido soportar a lo largo de los últimos meses, empezando por el día en que en la Federación el secretario federal, cónsul Bolognesi, le había anunciado con ojos culpables, apenados, que se veía obligado a “borrarlo” de la lista de miembros del partido y acabando con aquel otro en que el presidente de la Cámara de Comercio lo había citado para comunicarle, con ojos no menos afligidos, que debía considerarlo “dimisionario”. ¡La de cosas que podría contar! ¡Hasta medianoche, hasta la una, hasta las dos! ¿Y después? Después vendría la última escena, la de las despedidas. Ya la veía yo. Habíamos bajado todos en grupo por las escaleras obscuras, como un rebaño oprimido. Al llegar al vestíbulo alguien (tal vez yo) se había adelantado a entreabrir la puerta y ahora, por última vez, antes de separarnos, se renovaban por parte de todos, incluido yo, las buenas noches, los parabienes, los apretones de manos, los abrazos, los besos en las mejillas, pero de improviso, por la puerta que ha quedado entornada, ahí, contra la negrura de la noche, irrumpe dentro del vestíbulo una ráfaga de viento. Es viento huracanado y viene de la noche. Acomete el vestíbulo, lo atraviesa, sobrepasa silbando las cancelas que separan el vestíbulo del jardín y, al tiempo que dispersa a la fuerza a quienes aún querían quedarse, acalla de golpe, con su salvaje aullido, a quienes aún se entretenían hablando. Voces tenues, gritos débiles, al instante dominados. Expulsados, todos: como hojas ligeras, como pedazos de papel, como cabellos de una melena encanecida por los años y el terror…”

"EL JARDIN DE LOS FINZI-CONTINI"
Giorgo BASSANI

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