viernes, 26 de mayo de 2017

ARTISTAS


¡Ay, los recuerdos!

A uno que relata hechos y lugares que hace tiempo desaparecieron del mundo —o de su mundo que, para el caso, es lo mismo—, le llaman viejo. El auditorio, aunque por respeto no se lo diga a la cara, lo piensa; piensa que es más antiguo que una cafiaspirina, si es que todavía existe, o que la zarzaparrilla de la que oí hablar a mis ancestros. Paciente debe mostrarse el presunto viejo ante la cuchufleta de ser calificado, por los más próximos, como “Abuelo Cebolleta”. Bueno… los más jóvenes tampoco deben saber quién diantre es el personaje. Pregunten a sus padres o abuelos; ellos les ilustrarán.

Yo digo: no señor, no se es viejo, se es un superviviente. Un superviviente que ha visto y ha vivido más de lo que han visto y vivido quienes tienen veinte o treinta años menos.

A lo que íbamos: los recuerdos.

En mi infancia, yo era lo que se daba en llamar una niña movida. Charlatana, dinámica, curiosa y “con iniciativa” —léase con ocurrencias—. Mi familia sin embargo dio con la manera de tenerme silenciosa y quietecita largos ratos: ofrecerme historias. Historias contenidas en libros y películas.

Ir al cine era placer de dioses. Tiraba de la mano de mi abuela materna —que tenía los pies planos y unos juanetes colosales, la pobre— arrastrándola literalmente camino del cine, no fuéramos a perdernos el principio de la primera película.

Ni que decir tiene que yo estaba tan familiarizada con todos los cines del barrio y era tal la asiduidad, que en todos nos conocían y saludaban nuestra aparición con una sonrisa; desde la taquillera hasta el señor que picaba el ticket en la entrada.

Recorríamos, pues, todas las salas pero, como siempre sucede, había una que gozaba de mi predilección: el CINE SELECTO. Por lo regular era “no apto” pero yo, con la abuela, entré siempre. La razón de mi preferencia era que el local, después de las dos películas, ofrecía un plus, un fin de fiesta: las VARIEDADES.

Todavía puedo sentir la emoción al ver aquellas cortinas abrirse para mostrar un escenario brillantemente iluminado. Yo, expectante.

Cantaores, magos, bailarinas, equilibristas, cómicos… Una maravilla.
Pero para mí, lo más fascinante de todo eran las vedettes. ¡Tan altas! ¡Tan hermosas! Como bailaban, cómo cantaban, y con aquellos vestidos tan espectaculares que yo no había visto en ninguna otra parte…

Tuve la oportunidad de ver actuar a MATY MONT. Yo era muy pequeña pero recuerdo perfectamente que ella llevaba un vestido largo, ajustado, con abertura lateral, de color verde musgo. Creo que era de terciopelo.

Dicen que la señora se puso a bailar y que yo no tardé en saltar de mi butaca al pasillo lateral poniéndome a bailar también. Con entusiasmo.

Alguien acudió al rescate. Para disuadirme, plegaron mi butaca y me sentaron en lo alto, para que pudiera contemplar a la artista sin perderme detalle.

Cuando el CINE SELECTO suprimió las VARIEDADES tuve un verdadero disgusto. Una gran decepción.



Desde entonces, desde niña, amo a los artistas. No importa el género, no importa su especialidad.

Los seres humanos que nacen con un don o cultivan una habilidad útil para distraer, entretener y hacer pasar un buen rato a sus semejantes, es acreedor del más caluroso de los aplausos. Son, en cierto modo, sanadores. Generan bienestar. Aunque no curen enfermedades, ¡vaya si las alivian!

Artistas todos… gracias. Benditos sean.


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