¡Ay, los recuerdos!
A uno que relata hechos y
lugares que hace tiempo desaparecieron del mundo —o de su mundo que, para el
caso, es lo mismo—, le llaman viejo. El auditorio, aunque por respeto no se lo
diga a la cara, lo piensa; piensa que es más antiguo que una cafiaspirina, si es
que todavía existe, o que la zarzaparrilla de la que oí hablar a mis ancestros.
Paciente debe mostrarse el presunto viejo ante la cuchufleta de ser calificado,
por los más próximos, como “Abuelo Cebolleta”. Bueno… los más jóvenes tampoco
deben saber quién diantre es el personaje. Pregunten a sus padres o abuelos;
ellos les ilustrarán.
Yo digo: no señor, no se
es viejo, se es un superviviente. Un superviviente que ha visto y ha vivido más
de lo que han visto y vivido quienes tienen veinte o treinta años menos.
A lo que íbamos: los
recuerdos.
En mi infancia, yo era lo
que se daba en llamar una niña movida.
Charlatana, dinámica, curiosa y “con iniciativa” —léase con ocurrencias—. Mi
familia sin embargo dio con la manera de tenerme silenciosa y quietecita largos ratos: ofrecerme historias. Historias contenidas en libros y películas.
Ir al cine era placer de
dioses. Tiraba de la mano de mi abuela materna —que tenía los pies planos y unos juanetes colosales, la pobre— arrastrándola literalmente camino del cine, no
fuéramos a perdernos el principio de la primera película.
Ni que decir tiene que yo
estaba tan familiarizada con todos los cines del barrio y era tal la asiduidad,
que en todos nos conocían y saludaban nuestra aparición con una sonrisa; desde
la taquillera hasta el señor que picaba el ticket en la entrada.
Recorríamos, pues, todas
las salas pero, como siempre sucede, había una que gozaba de mi predilección:
el CINE SELECTO. Por lo regular era “no apto” pero yo, con la abuela, entré
siempre. La razón de mi preferencia era que el local, después de las dos
películas, ofrecía un plus, un fin de fiesta: las VARIEDADES.
Todavía puedo sentir la
emoción al ver aquellas cortinas abrirse para mostrar un escenario brillantemente
iluminado. Yo, expectante.
Cantaores, magos, bailarinas,
equilibristas, cómicos… Una maravilla.
Pero para mí, lo más fascinante de todo
eran las vedettes. ¡Tan altas! ¡Tan hermosas! Como bailaban, cómo cantaban, y con
aquellos vestidos tan espectaculares que yo no había visto en ninguna otra
parte…
Tuve la oportunidad de
ver actuar a MATY MONT. Yo era muy pequeña pero recuerdo perfectamente
que ella llevaba un vestido largo, ajustado, con abertura lateral, de color
verde musgo. Creo que era de terciopelo.
Dicen que la señora se
puso a bailar y que yo no tardé en saltar de mi butaca al pasillo lateral
poniéndome a bailar también. Con entusiasmo.
Alguien acudió al
rescate. Para disuadirme, plegaron mi butaca y me sentaron en lo alto, para que
pudiera contemplar a la artista sin perderme detalle.
Cuando el CINE SELECTO
suprimió las VARIEDADES tuve un verdadero disgusto. Una gran decepción.
Desde entonces, desde niña, amo a los
artistas. No importa el género, no importa su especialidad.
Los seres humanos que
nacen con un don o cultivan una habilidad útil para distraer, entretener y
hacer pasar un buen rato a sus semejantes, es acreedor del más caluroso de los
aplausos. Son, en cierto modo, sanadores. Generan bienestar. Aunque no curen
enfermedades, ¡vaya si las alivian!
Artistas todos… gracias.
Benditos sean.
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