martes, 27 de diciembre de 2016

Asdrúbal y la maldición, Capítulo Primero.



Capítulo I
Los años veinte del siglo XXI no son felices

Como el quejido de un viejo barco abandonado y a merced del océano, el lamento de la ciudad se escucha en avenidas, calles y plazas. Son las diez de la mañana y unos pocos transeúntes, escudriñando a derecha e izquierda con mirada hosca, caminan dibujando líneas precisas para llegar a su destino paradójicamente incierto.
En los barrios donde los edificios de viviendas conservan su uso, las aceras otrora acogedoras de las paradas de los tenderos lucen un gris uniforme. Vitrinas y escaparates de vidrios empañados nada muestran ni guardan. Las puertas metálicas de los comercios llevan adherida, en su mayoría, una capa de polvo cuyo grosor se acentúa en esquinas, rebordes y cerrojos. Sólo un supermercado por distrito está abierto, guardado por agentes antidisturbios las veinticuatro horas y, en el extrarradio, una zona comercial, la de más amplia superficie, se ha convertido en un amplio mercado de abastos custodiado por el ejército.
El transporte público ha quedado reducido a media docena de líneas de largo recorrido y la red de metro funciona parcialmente al haberse suprimido el cincuenta por ciento de las paradas. Si uno lo piensa, no es tanto el trastorno. Total, para ir adónde? ¿Para hacer qué?
Algunos bares se mantienen activos y son los pequeños oasis donde se intenta olvidar, ante un café o una cerveza, lo que ocurre fuera.
Tal es, a grandes rasgos, la situación en la gran ciudad.
Yo me llamo Asdrúbal, soy periodista, tengo cincuenta años y buena salud, pero no estoy seguro de cuánto más voy a vivir.
A esta última afirmación cabe la réplica de que tal hecho es común a todo ser humano; no obstante, tengo mis razones para expresar ese pensamiento y la convicción de que la longevidad no está a mi alcance ni cabe esperarla de la mayoría de mis conciudadanos.
Europa, la Europa Occidental para ser exactos, está enferma; pero este país agoniza. Este país se muere. La Península ha sido siempre proclive a cataclismos de diversa procedencia.

Hace tiempo que no veo a mi hija.
A despecho de mi oposición, sabedora de lo que opino sobre el tema, se marchó como cooperante hace seis meses. Después se manifestó aquí la epidemia y su madre y ella decidieron, sin pedir siquiera mi parecer, que permaneciera en la India. Marta sigue allí.
He desistido de trabajar en casa. El sufrimiento de Begoña me trastorna, acrecienta mi abulia, y haber abandonado la que era nuestra vivienda ha significado, entre otras cosas, perder mi escritorio a favor de una mesita plegable ubicada en un rincón del cuarto trastero del apartamento de mis suegros.
La idea del traslado fue de ella; mi mujer les había hablado de nuestras dificultades para pagar el alquiler y ellos insistieron con el loable propósito de hacernos la vida más llevadera aunque yo tenga que transitar de humillación en humillación. En definitiva, mala mudanza, pero la cruda realidad es que las finanzas mandan.
No se piense que a falta de material para un reportaje voy a persistir en la descripción de un entorno que ya conocemos o que podemos imaginar. No es mi intención aportar una visión apocalíptica más; tema manido ad nauseam. Tampoco pretendo abrumar con el relato de mi drama personal. Quiero hablar de otra cosa; de otra cosa y de otra persona. Quiero hablar de Jeremías.
Jeremías es comerciante, compra y vende, viaja por toda Europa. Viajaba. Ahora está confinado en este espacio que se le antoja angosto.
Su tío está ingresado en el hospital. Ha caído, como tantos, y sus expectativas no son halagüeñas a decir de los médicos. Pero según Jeremías su tío se muere por otra causa distinta, pronosticada e inevitable, contra la cual tampoco hay vacuna, ni antídoto ni cura.
Habíamos coincidido un par de veces en la misma cafetería; un pequeño bar, por fortuna, abierto. Entablamos conversación. Fue él quien me abordó cuando levanté la vista del teclado para atender el último parte que daban en la televisión.
—Mi tío se muere y él sabe porqué se muere. Yo también lo sé. De hecho ya me lo esperaba por lo que había contado mi difunto padre —me dijo.
Con toda la delicadeza de que fui capaz le respondí que también los médicos sabían por qué se estaba muriendo su pariente y que, en buena lógica, debíamos esperar lo peor no sólo para su tío sino para todos nosotros. Era cuestión de tiempo.
Me miró con fijeza.
—¿Se refiere usted a la epidemia, al virus? —preguntó.
Respondí que mientras no hallaran cómo combatirlo, el pronóstico se cumpliría sin remedio.
Jeremías entrecerró los ojos y meneó con lentitud la cabeza.
—Lo que se cumplirá irremediablemente es la maldición.
Reprimí una sonrisa. Sólo con el propósito de matar el tiempo le azucé un poco para que se explayara.
Hizo una exposición laberíntica del árbol genealógico de sus ancestros y a continuación un esbozo de relato, con lagunas y saltos en el tiempo, por lo que a duras penas conseguí hacerme una vaga idea de la historia.
No di crédito alguno a un suceso que contó y que, según dijo, era tan solo uno de entre una serie de ellos. Aunque no pronuncié una sola palabra, pareció haber leído mi mente.
—Ustedes son demasiado incrédulos. Si supiera, se haría cruces…
—Es posible. Siga.
—Si quiere saber con detalle la historia puedo contársela, pero con una condición: sólo si se compromete a escribirla.
—Depende. Los periodistas tenemos que escribir sobre temas adecuados y de forma correcta. Si queremos comer, claro.
—Sin comer no se puede vivir —respondió.
—Ingerimos para que el cuerpo funcione. Vivir es otra cosa.
Sin asomo de reparo me dirigió una mirada penetrante.
—¿No le gusta su vida? —dijo.
Me incomodó el destello de carbones encendidos que desprendían sus ojos excesivos.
Aquello no era de su incumbencia.
No tenía por qué saber que yo ya perdí la cuenta del tiempo transcurrido desde que había abandonado mis aspiraciones. La ingenuidad juvenil, a su vez, me había dejado en la primera práctica. Aprendí que en los artículos de opinión, la mía no era la que interesaba. Una redacción cuidada era suficiente toque personal. Esto y mi firma.
—Y ¿por qué no la ha escrito usted? —dije.
—El pueblo al que en realidad pertenezco no tiene esta costumbre.
Propuso volver a encontrarnos hoy, lo que me hizo pensar que, de alguna manera, había llegado a la conclusión de que yo había asumido el compromiso.
Ni le engañé al comienzo ni le desengañé después. Tuvo la virtud de despertar mi curiosidad. Además, aparte de redactar la columna semanal y cultivar mis bonsáis tengo tiempo de sobra, y ¡quién sabe!, aún tras la criba más feroz tal vez quede material apto para trabajar en él; quizá con suerte hasta para publicar. Eso es todo. Es lo que hay.


El encuentro con Jeremías se alargó más de lo previsto.
Lo primero que hizo aquel hombre menudo de pelo ensortijado fue desplegar, con parsimonia, una hoja de papel que había sacado del bolsillo.
A mí me pareció que, antes de empezar, era obligado interesarme por su pariente.
—¿Cómo está?
—Igual. Las hemorragias no cesan ¿Algo nuevo? —preguntó señalando al televisor.
—La consabida repetición diaria: que si la variante del virus, que si la tetravacuna, que si los ensayos… Ya no hablan ni de dengue ni de fiebre Congo-Crimea, hablan del virus, sin apellido. Sin apellido no hay quien identifique un origen.
Alzó las cejas y me clavó su mirada oscura.
—¿Usted cree? Si uno reflexiona y busca encuentra el origen. Uno puede hallar el origen de todas las cosas.
Deslizó el papel por encima de la mesa hasta colocarlo frente a mí.
—Le he traído esto. Tuve la sensación de que no se situaba —dijo mientras con la yema de sus dedos golpeaba levemente sobre el gráfico.
El hombre del bar, con un paño de color indefinido colgado del cinto que rodeaba su barriga, se aproximó sin prisas. Jeremías pidió una tisana y yo, otra cerveza.
—Pero ¿qué tenemos aquí? ¿Cuatro generaciones? —le dije.
En su rostro moreno, la blanca dentadura destacaba poderosamente las raras veces en las que sonreía. Ahora se trataba de una sonrisa socarrona.
—No se alarme. Tan solo una persona de cada generación es interesante.
—Me es imposible hacerme cargo de esto.
—Son las mujeres —dijo, apuntando a los círculos resaltados en negrita. La historia es de ellas.
«La primera, en la frente», me dije. Buena observación la de Jeremías. Sí, la historia es de ellas; en mi casa, también.
—Aquí está usted, veo. Su tío, ¿dónde? —pregunté.
—Ahí —dijo acercándome el papel y señalando un cuadrado en la línea inmediatamente superior—. Pero no se trata tanto de él como de su madre, de Araceli. Vea, aquí: Araceli, que es hija de Águeda y ésta, a su vez, hija de Flora. Mire: Flora tuvo ocho hijos, cinco varones y tres mujeres; de éstas, una murió al poco de nacer, por lo que crió a siete. Esta hoja es para usted, quédesela —añadió.
Centré mi mirada en aquel dibujo mientras iba reconsiderando el asunto; dudaba de la conveniencia de mantener la decisión adoptada el día anterior. A punto estaba de desdecirme cuando me interrumpió.
—Mejor será comenzar por el principio…
A lo largo de los años, la escasa paciencia con que me dotó la naturaleza ha ido menguando, razón por la cual le respondí:
—No, todo lo contrario; comience usted por el final. A ver, cuente: ¿qué hay de Araceli?
—Entonces tendré que hablarle también de Clotilde.
—¿Quién es?
Volvió a poner su dedo en el gráfico mientras decía:
—Su tía. Clotilde es la hermana de su madre, la hermana de Águeda. Y vea, Clotilde era la menor de los hijos de Flora.
Miré por la ventana. Fuera no había trazas de movimiento alguno. Por la calle no pasaba un alma.
La manera de hablar de Jeremías no facilitó la tarea; además hacía largas pausas cada vez que se interrumpía para tomar un sorbo. Entonces yo me entretenía en observar el movimiento de las manecillas del reloj de pared y la escasa actividad del bar.
La tarde también languidecía. Estuvimos un buen rato en penumbra hasta que el hombre del mostrador se decidió a encender las luces de manera que, cuando iluminó el local, la luz causó una molestia.
Al filo de la medianoche sufrimos el fenómeno contrario porque nos sometió a un apagón. Se puso una chaqueta e hizo sonar ostensiblemente unas llaves. Jeremías y yo quedamos para vernos de nuevo la semana siguiente pero me había proporcionado material suficiente para empezar.


Fue cuando llegué a casa que recordé que tenía que enviar el texto para la columna semanal. Un texto insulso y sin contenido o lo que es lo mismo: políticamente correcto.
Me encerré en el cuartucho. Retiré de la mesita alambres, tijeras, alicates, grampas y el árbol enano al que hice un hueco en el estante; arrojé al cubo los recortes vegetales y los restos de material y limpié de tierra, a continuación, la superficie de la mesa. Acomodé el portátil.
Terminada y enviada la columna, logré acostarme sin perturbar el sueño de mi mujer.
Hoy me levanté al alba y me metí otra vez en el trastero.
—¿Te quedas? —pregunta Begoña asomando la cabeza.
Sus ojos enrojecidos me indican que ha llorado; ella lo niega.
Begoña intenta mostrarse animosa pero la traicionan gestos que se le escapan y los objetos que, escurriéndosele a menudo de entre las manos, se estrellan en el suelo; como la taza y el plato de café, esta misma mañana.
—Sí. Trabajaré aquí; un rato, al menos.

Ella me ha dirigido una sonrisa de agradecimiento antes de cerrar muy despacio la puerta.

© Rosa María Torrent Puig

"Asdrúbal y la maldición", novela.
ISBN 978-84-16418-89-3
Ediciones Carena, Barcelona.


2 comentarios:

  1. Hace tiempo que leí la novela, pero creo q has hecho ciertos cambios. No recuerdo lo de limpiar la mesa, ni la pregunta de la esposa. Y... también he notado cierta agilidad en el trato con Asdrúbal; no sé, ahora parece otra novela siendo la misma. Sinceramente, me gusta más. Es más legible, te atrapa más.

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  2. Celebro que te guste más tras los "ciertos cambios" que dices. Quizá lo que leíste era el borrador inicial ya que, precisamente esta novela "Asdrúbal y la maldición", fue pensarla y escribirla, a ratos, pero en un todo seguido. Antes de entregarla al editor sí le di un repaso, los que escribimos lo hacemos siempre, y ahí sí puede que se produjera algún cambio, pero cuestiones de matiz simplemente; incluso -seguro- algún añadido, pero no gran cosa, motivos éstos por los que no me encaja lo que dices de que parece otra novela. Fue un "apuntar y disparar"; una vez terminada, retoques posteriores, pero sin cambios ni en forma ni en fondo. Si los retoques la han hecho más legible y atractiva, no hace más que confirmar que un texto siempre se puede mejorar si uno se empeña. Gracias por tus comentarios.

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