"Como todas las
tardes, la barca-correo anunció su llegada al Palmar con varios toques de
bocina.
El barquero, un
hombrecillo enjuto, con una oreja amputada, iba de puerta en puerta recibiendo
encargos para Valencia, y al llegar a los espacios abiertos en la única calle
del pueblo, soplaba de nuevo en la bocina para avisar su presencia a las
barracas desparramadas en el borde del canal. Una nube de chicuelos casi
desnudos seguía al barquero con cierta admiración. Les infundía respeto el
hombre que cruzaba la Albufera cuatro veces al día, llevándose a Valencia la
mejor pesca del lago y trayendo de allá los mil objetos de una ciudad
misteriosa y fantástica para aquellos chiquitines criados en una isla de cañas
y barro.
De la taberna de
Cañamel, que era el primer establecimiento del Palmar, salía un grupo de
segadores con el saco al hombro en busca de la barca para regresar a sus
tierras. Afluían las mujeres al canal, semejante a una calle de Venecia, con
las márgenes cubiertas de barracas y viveros donde los pescadores guardaban las
anguilas.
En el agua muerta, de
una brillantez de estaño, permanecía inmóvil la barca-correo: un gran ataúd cargado
de personas y paquetes, con la borda casi a flor de agua. La vela triangular,
con remiendos oscuros, estaba rematada por un guiñapo incoloro que en otros
tiempos había sido una bandera española y delataba el carácter oficial de la
vieja embarcación.
Un hedor insoportable
se esparcía en torno de la barca. Sus tablas se habían impregnado del tufo de los
cestos de anguilas y de la suciedad de centenares de pasajeros: una mezcla
nauseabunda de pieles gelatinosas, escamas de pez criado en el barro, pies sucios
y ropas mugrientas, que con su roce habían acabado por pulir y abrillantar los
asientos de la barca.
Los pasajeros,
segadores en su mayoría, que venían del Perelló, último confín de la Albufera
lindante con el mar, cantaban a gritos pidiendo al barquero que partiese cuanto
antes. ¡Ya estaba llena la barca! ¡No cabía más gente…!
Así era; pero el
hombrecillo, volviendo hacia ellos el informe muñón de su oreja cortada como
para no oírles, esparcía lentamente por la barca las cestas y los sacos que las
mujeres le entregaban desde la orilla. Cada uno de los objetos provocaba nuevas
protestas; los pasajeros se estrechaban o cambiaban de sitio, y los del Palmar
que entraban en la barca recibían con reflexiones evangélicas la rociada de injurias
de los que ya estaban acomodados. ¡Un poco de paciencia! ¡Tanto sitio que
encontrasen en el cielo…!
La embarcación se
hundía al recibir tanta carga, sin que el barquero mostrase la menor inquietud,
acostumbrado a travesías audaces. No quedaba en ella un asiento libre. Dos
hombres se mantenían de pie en la borda, agarrados al mástil; otro se colocaba en
la proa, como un mascarón de navío. Todavía el impasible barquero hizo sonar
otra vez su bocina en medio de la
general protesta… ¡Cristo! ¿Aún no tenía bastante el muy ladrón? ¿Iban a pasar
allí toda la tarde bajo el sol de septiembre, que les hería de lado,
achicharrándoles la espalda…?
De pronto se hizo el
silencio, y la gente del correo vio aproximarse por la orilla del canal un
hombre sostenido por dos mujeres, un espectro, blanco, tembloroso, con los
ojos brillantes, envuelto en una manta de cama.
Las aguas parecían hervir con
el calor de aquella tarde de verano; sudaban todos en la barca, haciendo
esfuerzos por librarse del pegajoso contacto del vecino,
y aquel hombre temblaba, chocando los dientes con un escalofrío lúgubre, como
si el mundo hubiese caído para él en eterna noche.
Las mujeres
que le sostenían protestaban con palabras gruesas al ver que los de la barca
permanecían inmóviles. Debían dejarle un puesto: era un enfermo, un
trabajador. Segando el arroz había atrapado las fiebres, las malditas tercianas
de la Albufera, y marchaba a Ruzafa a curarse en casa de unos parientes… ¿No
eran acaso cristianos? ¡Por caridad! ¡Un puesto!
Y el tembloroso
fantasma de la fiebre repetía como un eco, con los sollozos del escalofrío:
- Per caritat! Per caritat..!
Entró a empujones,
sin que la masa egoísta le abriera paso, y no encontrando sitio, se deslizó
entre las piernas de los pasajeros, tendiéndose en el fondo, con el rostro
pegado a las alpargatas sucias y los zapatos llenos de barro, en un ambiente
nauseabundo.
La gente parecía
acostumbrada a estas escenas.
Aquella embarcación
servía para todo; era el vehículo de la comida, del hospital y del cementerio."
"Cañas y barro"
Vicente BLASCO IBÁÑEZ