jueves, 31 de diciembre de 2015

PALABRA DE ESCRITOR Y ¡FELIZ 2016!


Para cerrar el 2015, año en el que en mi país el protagonismo ha corrido a cargo de sus políticos, elijo al autor de un solo libro: "Memorial de Santa Elena" (1821)


"Les grands orateurs qui dominen les assemblées par l’éclat de leurs paroles sont, en général, les hommes politiques les plus mediocres; il ne faut point les combattre par les paroles, ils en ont toujours de plus ronflantes que les vôtres; il faut opposer à leur faconde un raisonnement serré, logique; leur force est dans le vague; il faut les ramener à la réalité des faits, la pratique les tue."

Napoléon BONAPARTE


De "Napoléon, Manuel du chef. Aphorismes". Jules Bertaut.
(Éditions Payot & Rivages, París).

Ahí queda junto con mis mejores deseos.

¡FELIZ AÑO NUEVO!




jueves, 24 de diciembre de 2015

FELIZ NAVIDAD




¡FELIZ NAVIDAD!
MERRY CHRISTMAS!
BON NADAL!

No hay trineo, ni saco, ni calcetín
que se precie
sin libros
¡No lo olvide!

Firmado:
Santa, con el patrocinio de todos los escritores del mundo.



lunes, 21 de diciembre de 2015

FIGURAS RETORICAS

En el pueblo, las figuras retóricas tienen peligro.

En una vida anterior debí nacer leona ya que soy marcadamente carnívora por lo cual, con la acumulación de años y de sentido común, he restringido con mano férrea el consumo de carnes rojas en favor del pescado.

Saturada de tan delicado manjar oceánico y con motivo de las próximas fiestas me dije “Al menos una vez al año, disfruta, criatura” y decidí hacerme con mi pieza predilecta y obsequiar con otra igual a mi madre nonagenaria en tanto que la pobre está sujeta, con mayor razón, a la dieta ligera.



Fui a la carnicería de un pueblo que dista “equis” del mío y me pedí un par de chuletones de ternera. Seiscientos gramos cada unidad.

La dependienta de la carnicería, una joven rebosante de amabilidad, quiso animar la venta. “¿Le pongo un par más? Es que están en su punto”.
Yo le respondí: “Para dos gatas, es suficiente”.

Entonces la muchacha, cuchillo todavía en mano, abrió los ojos como platos al tiempo que dejaba caer su mandíbula quedando boquiabierta. 

Transcurridos unos instantes, el rostro estupefacto atinó a construir, de forma asombrada, una frase: “¿¿¿¿Para dos gatas????" 


lunes, 7 de diciembre de 2015

PEDAZOS DE TEXTO


  "El doctor Saunders sentía un interés por sus congéneres que no era científico ni tampoco completamente humano. Quería que le entretuviesen. Por eso los observaba sin apasionamiento, experimentando el mismo placer al descifrar un carácter que el que siente el matemático al resolver un problema. No hacía ningún uso de los conocimientos que obtenía. Su satisfacción era meramente estética, y si el conocer y juzgar a los hombres le daba una superioridad sobre los demás mortales, no parecía tener conciencia de ella. Tenía menos prejuicios que la mayoría de los hombres. El sentido de la desaprobación le era desconocido. Muchas personas son indulgentes con sus propios vicios, pero no pueden sufrir los ajenos. Otras, más comprensivas, los aceptan todos con benévola tolerancia, tolerancia que la mayor parte de las veces es más teórica que práctica. Sin embargo, son pocos los que pueden soportar sin disgusto una manera de ser distinta a la suya. Un hombre se indigna rara vez ante la idea de que alguien ha seducido a la mujer de otro; puede seguir conservando su ecuanimidad al enterarse de que una persona ha hecho trampas en el juego o falsificado un cheque (aunque ya no es tan fácil si él es la víctima), pero le resulta duro, por lo general, convertirse en amigo íntimo de una persona que hace ruido al masticar y que se sirve del cuchillo en vez de la cuchara. El doctor Saunders carecía de sensibilidad para estas cosas. Los malos modales en la mesa le afectaban tan poco como una úlcera purulenta. Lo bueno y lo malo era para él como el buen tiempo y el malo. Juzgaba pero no condenaba: se reía.
     Era fácil llevarse bien con él. Gozaba de muchas simpatías, pero no tenía amigos. Era un compañero agradable, aunque no intentaba intimar nunca con nadie ni permitía que intimasen con él. En el fondo de su corazón sentía que no había nadie en el mundo que no le fuese indiferente. Se bastaba a sí mismo. Su felicidad dependía de él y no de los demás. De temperamento egoísta, pero perspicaz y desinteresado, pocos se daban cuenta de ello y nadie resultaba perjudicado. No quería nada. Jamás se interponía en el camino de los demás. El dinero significaba poco para él y nunca le preocupaba si sus clientes le pagaban o no. Esta era la razón de que le creyeran un filántropo. Como el tiempo tenía para él la misma importancia que el dinero, lo mismo le daba asistirlos que no asistirlos. Le divertía ver cómo se curaban sus dolores. Continuaba hallando siempre motivo de diversión en la naturaleza humana. Identificaba las personas y los enfermos. Ambos eran páginas de un libro interminable, y el hecho de que hubieran tantas repeticiones hacía que su interés aumentase. Era curioso observar la forma en que todos los hombres blancos, amarillos y bronceados obraban en las situaciones críticas de la vida, pero el espectáculo no le conmovía ni alteraba sus nervios. La muerte era, al fin y al cabo, el mayor acontecimiento en la vida de los hombres, y nunca había dejado de interesarle la manera cómo le hacían frente. Intentaba penetrar, poseído por un ligero estremecimiento, en el subconsciente del hombre, contemplando a través de los ojos asustados, retadores, sombríos o resignados, el alma que se hallaba por primera vez ante la certeza de que su carrera había terminado. Pero este acontecimiento era fruto únicamente de la curiosidad. No llegaba a conmoverse. No sentía tristeza ni piedad. Tan sólo le llamaba la atención que lo que era tan importante para uno significase tan poco para los demás. Sin embargo, su actitud estaba llena de simpatía. Sabía perfectamente lo que había de decir para aliviar el dolor o acallar el miedo de aquellos momentos, y no había nadie que no se sintiera fortalecido, consolado y animado con sus palabras. Era un juego en el que tomaba parte, experimentando una gran satisfacción al jugar bien. Poseía una amabilidad natural, pero tratábase de una amabilidad instintiva, que no entrañaba verdadero interés por el prójimo. Socorría a cualquiera que se encontrara en un apuro, pero si no conseguía aliviarle, no se preocupaba más de ello. No le gustaba matar a los seres vivientes, y absteníase de cazar y de pescar. Por la simple razón de creer que todas las criaturas tenían derecho a la vida, llegaba al extremo de espantar una mosca o un mosquito antes que matarlos. Quizá fuera un hombre excesivamente lógico. No podía negarse que llevaba una vida perfecta, en el supuesto de que no reduzcamos la bondad a una conformidad con las propias inclinaciones sensuales, pues era caritativo y bondadoso y dedicaba sus energías a aliviar el dolor; mas, si valoramos sus motivos, no merecía la menor alabanza, ya que sus acciones no eran inspiradas por el amor, la compasión o la caridad."

"El paso del hombre", Novela
(fragmento)

W. SOMERSET MAUGHAM  (1874 - 1965)


  

sábado, 28 de noviembre de 2015

PALABRA DE ESCRITOR


"Las palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un río. Si están allí es para que podamos llegar al otro margen, el otro margen es lo que importa."


José SARAMAGO


viernes, 20 de noviembre de 2015

RETALES DE TEXTO


Estoy pasándolo muy bien con la lectura de "LA CINTA ROJA", de Carmen POSADAS.
No, no es una novedad editorial. Carmen POSADAS la alumbró en 2008. Recientemente adquirí un ejemplar de la obra editado por Espada Narrativa el 2010.



Para quienes no lo sepan, "LA CINTA ROJA" es la biografía novelada de Teresa Cabarrús, una dama española residente en París cuando tuvo lugar la Revolución Francesa.
Carmen POSADAS recrea, en primera persona, la vida apasionada y llena de claroscuros de Teresa Cabarrús -dice el editor-. Y así es.


Paralelo a la fascinación que en el lector produce la vida tan intensa como aventurera de la protagonista, la extraordinaria labor de la autora en cuanto a documentación y que subyace en cada página nos permite ir transitando por todo el período histórico, convulso e intenso también, y nos aporta información y datos quizá a veces ignorados u olvidados.

El pasaje que transcribo me arrancó una sonrisa. Añado que estamos ante una jovencísima Teresa Cabarrús.



"Como ya había empezado a apuntar más arriba, el año 1787 trajo dos visitas, o, mejor dicho, tres. La de mi padre y el señor Moratín por un lado, y la de un muy sensato Cupido, por otro. Este último no vino acompañado ni de música de violines ni de coros celestiales ni de dolorosas flechas. Al contrario, apareció en mi vida una tarde de otoño sin ninguno de sus proverbiales atributos y armas. Se trataba en esta ocasión de un joven de aspecto agradable y modales correctos. Tenía el pelo rojizo y la mirada entre desafiante y desconfiada de quienes saben que su posición en la sociedad, sin ser de primer rango, es confortable y goza de un cierto prestigio. No era ni demasiado inteligente ni demasiado torpe, ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, una perfecta medianía, pero una medianía cómoda. Eso me dijo un día madame Boisgeloup a propósito de él: Y la comodidad, niña, es algo muy agradable con lo que convivir transcurrido algún tiempo. Porque los maridos, por si no lo sabes, ma belle, son como el calzado. Entre un bello zapato de fiesta de puntera y tacón fino y una pantufla, todo el mundo prefiere en principio lo primero ¿verdad? Sin embargo, a la larga, te aseguro, son más felices los que eligen pantuflas. De hecho, esto es algo que las mujeres deberíamos aprender de los hombres. Mira a tu alrededor y lo comprobarás. Si funcionan tan bien los matrimonios de conveniencia es precisamente por eso. Ellos procuran elegir entre las candidatas 'convenientes' a las más confortables, las más cómodas, las más 'pantuflas'. Y es que la belleza, el desasosiego, en otras palabras: la dulce tortura de una horma difícil, ya la buscan ellos fuera del matrimonio. Nosotras, por nuestra parte y si somos inteligentes, niña mía, deberíamos, dentro de nuestras más limitadas posibilidades, hacer otro tanto."

LA CINTA ROJA
Carmen POSADAS
Fragmento



  

domingo, 8 de noviembre de 2015

DOCE HOMBRES SIN PIEDAD


Hace días quería hablar aquí de ello, pero no he tenido oportunidad hasta hoy.




La temática judicial me atrae y aunque a lo largo del tiempo la haya visto varias veces, me dejé caer en la tentación de visionar de nuevo “Doce hombres sin piedad” en la primera versión cinematográfica (1957), la de Sidney LUMET, con Henry Fonda como protagonista secundado por actores de talla; uno de ellos el siempre eficaz Lee J. Cobb, por citar uno.

Creo que la mayoría conoce el argumento. La historia trata de las deliberaciones de un jurado que tiene que llegar a un veredicto en un caso de homicidio. Al margen de las reflexiones que uno pueda hacer acerca de los pros y contras de la institución del jurado —tema no pacífico— resulta interesante también contemplar, encerradas en una sala, doce personalidades distintas enfrentándose.

Eso de “sin piedad” a mí eso me ha impresionado siempre. Doce hombres sin piedad. Sin piedad. Da un poco de miedo ¿verdad? A mí esos cambios en los títulos de las obras me espantan un poco también. En México dieron a este drama el título de “Doce hombres en pugna”. Bien, pues el título original de la obra es “12 Angry Men”; eso es otra cosa y ahí nos tenemos que centrar porque se ajusta a la realidad, como es natural. Felicidades a los mexicanos por estar más certeros y respetar mejor al autor: Reginald ROSE.

Reginald ROSE (1920 – 2002) fue un escritor norteamericano que trabajó fundamentalmente creando dramas para la televisión; dramas cuyas temáticas giraban alrededor de asuntos sociales o políticos controvertidos. Cuando escribió “12 Angry Men” —para la televisión bajo la rúbrica de la CBS—en 1954, ROSE tenía 34 años. Cuando recuerden o vuelvan a ver la cinta, sitúense: 1957 y 34 años. Notable, Reginald ROSE, en el diseño del perfil de los doce jurados.

Sigo. Escrita pues inicialmente para la televisión (1954), un año más tarde ROSE adaptó la obra para el teatro y dos años después la METRO rodó la película en la que él mismo, Reginald ROSE, se responsabilizó del guión. En su versión teatral, la obra se ha representado en Reino Unido, en los Estados Unidos por supuesto, en Francia, en México y en España.

En España, Televisión Española hizo dos versiones, una en 1961 y otra en 1973. Somos bastantes quienes echamos de menos el espacio “Estudio 1”, que enseñó a toda una generación a amar el teatro.

Versiones cinematográficas hay dos más: un remake de la METRO para la televisión (1997) y una versión “libre”, de 2007, urdida por Nikita MIJALKOV, actor y realizador ruso. Si alguien ha visto esta última, le invito a que nos obsequie con sus impresiones al respecto.

Regresemos al argumento. Mejor dicho, a los argumentos que, frente a cada uno de los demás jurados, esgrime el jurado número 8 (Henry FONDA) para sustentar su opción: “no culpable”.
Se da la circunstancia de que frente a dos planteamientos distintos parte de idéntico argumento y desgrana razonamientos que llevan a conclusiones iguales cuando deberían ser opuestas. Ignoro si esto, que parece incurrir en contradicción, lo escribió así el autor a propósito ¿Alguien para poner un poco de luz aquí?




Buceando en la red, me encontré con una página interesante a la que les propongo una visita a poco que gusten del cine: http://tomaprimera.es

Me ha gustado mucho la reseña que en ella se hace de “Doce hombres sin piedad”. Pinchen en este título para acceder directamente. Se lo recomiendo.






domingo, 20 de septiembre de 2015

PALABRA DE ESCRITOR


"Las revoluciones las hacen hombres de carne y hueso, no santos, y todas terminan por crear una nueva casta privilegiada"

Carlos FUENTES


viernes, 11 de septiembre de 2015

lunes, 7 de septiembre de 2015

PRESENTANDO "La jugada perfecta"


2015. El escritor alemán Herbert GENZMER me invitó a intervenir en la presentación de la versión española de su novela "La jugada perfecta".

Texto de la presentación:



Agradezco a Herbert Genzmer haberme dispensado el honor de presentar su novela a los lectores de Barcelona.

Algunos de los presentes conocen bien a Herbert Genzmer y su trayectoria. Para los que no, quiero decirles que es un autor conocido y reconocido no sólo en su país, Alemania, sino en otros países europeos y en los Estados Unidos de América.

Como lingüista y filólogo, ha ejercido como profesor en varias universidades europeas y estadounidenses, habiéndose doctorado por la de Berkeley —(de la tesis doctoral hablaré más tarde)— y tiene escritos y publicados artículos, manuales y gramáticas.

Al margen de sus trabajos lingüísticos, ha escrito y publicado narrativa. Relatos y novelas. Herbert Genzmer ha publicado, en total, 36 libros más o menos y se le han otorgado varios premios y distinciones.

Es motivo de satisfacción, por lo tanto, tenerle hoy aquí, entre nosotros. Y ahora, hablemos de la novela.

Para empezar una confidencia: cuando Herbert me entregó este libro yo no le hice ninguna pregunta acerca del mismo; cuando Herbert supo que lo había leído, él no me hizo ninguna pregunta sobre el libro tampoco. Por mi parte ni indagué ni quise leer opiniones al respecto para que nada me condicionara, ni consciente ni inconscientemente. Les hablo pues, honestamente, y como mera lectora.

De ahí que voy a orillar los aspectos técnicos como pueden ser los distintos narradores, la trama y el tratamiento de la intriga. Sólo les digo que el dominio del oficio se hace patente en esta novela.

Sí, tal como reza la reseña es una novela ágil, trepidante, encuadrable por el tema en el género negro, pero con unas “cargas de profundidad” poco frecuentes en el género. Provoca al lector y éste se hace preguntas y ensaya respuestas adicionales a las contenidas en la propia narración.

Es un libro inteligente que produce en el lector honda satisfacción. Dicen que un buen libro es aquel que no se agota con una sola lectura. “La jugada perfecta” pertenece a esta categoría.

Puesto que son los personajes quienes construyen la historia, empezaremos por ellos.

La vida de Félix, el protagonista, discurre entre el juego y el engaño, el timo y la jugada, la estafa, la elaboración de la mentira que es, en definitiva, el tema de fondo.

En mi opinión, el protagonista es uno de los logros más relevantes de la novela.
Vemos que su modo de actuar, constante, va más allá de la mera adaptación al entorno. Es camaleónico, un proceder que cuando es instintivo nace del temor al medio y cuando es aprendido nace del cálculo para medrar en él.

¿Qué encontramos en Félix? ¿Qué encontramos en el personaje? Carencias, por supuesto. Percibimos el desarraigo, la desafección, la inseguridad, el miedo. Y la falta de empatía.

—Al hilo de la empatía: recuerdo haber leído que cuando a Gustave Gilbert, responsable de la valoración psicológica de los recluidos en la prisión anexa al Tribunal de Nuremberg, le preguntaron qué era el mal, su origen, dijo: “El mal es la ausencia de empatía”—.

El mal; el mal nos lleva al lado oscuro del personaje, merece destacarse en la novela un episodio donde se aúnan belleza y sordidez o, si se prefiere, belleza visual y muerte. En este episodio, Félix, el protagonista, nos recuerda a Martin Von Essenbeck, el personaje interpretado por Helmut Berger en “La caída de los dioses”, la primera cinta de la Trilogía Alemana del realizador italiano Luchino Visconti. Belleza y sordidez, belleza y muerte trenzadas como supo hacerlo en su obra Thomas Mann, de quien Visconti era ferviente admirador.

Un guiño, tal vez, que nuestro escritor hace a la gran figura de las letras alemanas.

Leí ayer que en la reseña de un periódico suizo se ha dicho de Herbert Genzmer que “es el más norteamericano de todos los narradores alemanes”. Yo aquí discrepo un poco o, al menos, quiero introducir un matiz: si nos referimos a la forma, al estilo narrativo claro, directo y sin ornamentos añadidos, a la visualidad, a su forma muy cinematográfica de relatar, quizá pueda estar de acuerdo pero el alma, no. El alma es europea.

El autor es un buen conocedor del género humano y nos descubre un personaje psicológicamente muy interesante, capaz de provocar desde el desprecio hasta, en ocasiones, cierta fascinación.

Destaca también, en “La jugada perfecta” el magistral tratamiento de los espacios.
Transitamos por distintos países, paisajes y ciudades. Vemos su colorido, apreciamos sus olores, escuchamos sus ruidos, las pisadas de sus habitantes, sus rostros, sus gestos…

El autor, como excelente observador que es, nos obsequia con todo lujo de detalles que nos permiten “verlo todo” pero verlo —como diría— verlo “todo a la vez”. Las descripciones resultan completas y al mismo tiempo ligeras, livianas gracias a su escritura —digamos— veloz. Esto revela una gran maestría.

Para mencionar en este sentido algo concreto, para poner un ejemplo, hay una secuencia en una plaza de Esmirna, en torno a un reloj de torre, que es de antología. Y no es la única.

Esta historia, además, nos sitúa en la horquilla temporal que va desde la II Guerra Mundial hasta la actualidad, con énfasis en los años 60 y en el repuntar económico germano, lo que se dio en llamar el milagro alemán.

Hallamos pues elementos sociales y económicos no sólo referenciales sino puestos en cuestión. No es una novela de denuncia social porque el autor se explica desde la asepsia en este sentido, toma una cierta distancia, pero la crítica es clara y puede levantar alguna ampolla. Hecho éste que añade, a esta novela, un atractivo adicional.

“La jugada perfecta” es una novela completa; una de las mejores novelas que he leído en lo que llevamos de año —y he leído unas cuantas—.

Al principio dije que de la tesis doctoral de Herbert Genzmer hablaría después. Ahora es el momento.

El título de la tesis fue: “Estrategias de mentir en alemán, inglés y español”. Yo quisiera que Herbert nos explicara el vínculo que hay entre su tesis doctoral y “La jugada perfecta”. ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?

Con esto termino y paso la palabra al autor que es a quien todos deseamos escuchar respecto a su novela.



Rosa María Torrent Puig
30 mayo 2015



Llibreria Negra y Criminal. Barcelona. Con el autor y con un librero de referencia: Paco Camarasa.



EL DIABLO EN SANTORINI


SINOPSIS


Clara, Marcel y Nicole se hallan de vacaciones en Grecia. Inés y Antonio, en Gerona, se disponen a iniciar las suyas cuando reciben la llamada telefónica de Carlos, un amigo común, transmitiéndoles la noticia de que un grave accidente ha tenido lugar en Santorini.

Historia que participa del drama y la intriga donde hallamos un matrimonio sumido en la rutina y en la incomunicación, un ex submarinista solitario inmerso en La Biblia, un funcionario aventurero, una discapacitada en pugna con sus limitaciones y una economista romántica con un historial de relaciones fracasadas. Tres mujeres y tres hombres distintos, cada uno en pos de su ideal de vida. Seis seres insatisfechos que confluyen en un tiempo y en un espacio en los que amor, ambición, convencionalismos y obsesiones enfermizas se agitan hasta constituir un cóctel amargo del que, en mayor o menor medida, todos tomarán una parte.


PRIMER CAPÍTULO

Un primero de agosto.

Inés abrió sus ojos hinchados y soñolientos cuando las primeras luces de la mañana se colaban por las rendijas y el bajo de la persiana anudada a pocos centímetros del alféizar.
Antonio dormía plácidamente.
Antes de acostarse habían discutido largo rato hasta que él, a regañadientes, consintiera que ella parara el aire acondicionado y abriera la ventana, permitiendo que la humedad pegajosa de la noche penetrara en el dormitorio.
Inés necesitaba recuperar la capacidad de análisis perdida. Para ello tenía que anclarse con firmeza en el mundo real, lo cual exigía sentirse inmersa en algo auténtico, genuino y de efecto tan inmediato como dejar que la atmósfera densa que envolvía Gerona rodeara sus sentidos arrebatando el espacio al aire aséptico proporcionado por el climatizador.
La noticia recibida la tarde anterior la había precipitado a un mundo abismal donde imágenes sin sentido que se sucedían a gran velocidad impactaban en su cerebro cual lluvia de meteoritos, hasta tal punto que no alcanzaba a distinguir la frontera entre lo vivido y lo imaginado.
Tras el caos mental y la brusca reacción del cuerpo en forma de angustia y vómitos, había quedado extenuada. Entonces fue cuando su intuición la llevó a pensar que quizá el suceso no había ocurrido de la manera en que se lo habían contado.
Ahora, al despertarse, estaba casi segura de ello. Demasiado simple, demasiado sencillo para ser verosímil. Nada era ni tan simple ni tan sencillo. «Todo en la vida es un maldito rompecabezas», pensó.
Se volvió hacia Antonio; él seguía durmiendo.
Quiso hacer partícipe a su marido de aquel pensamiento, pero de repente una fuerza interna la frenó. Decidió no hablarle de su duda, de su inquietud; de momento no. En todo aquel asunto no veían las cosas de la misma manera; nunca habían estado de acuerdo.
Tendida, con la espalda pegada a la sábana, intentó, dejando escapar un suspiro profundo, liberarse de la opresión interna que la atenazaba. Cerró los ojos un instante y cruzó los brazos sobre el pecho hasta que cada mano alcanzó el hombro opuesto. Al presionar los dedos aquellas articulaciones doloridas, tomó de nuevo conciencia de la realidad.
Sólo en la voluntad halló fuerzas suficientes para levantarse de la cama. Sentada en su borde, tiró de un extremo de la camisola que yacía en el suelo y se cubrió con ella. Le molestaba permanecer desnuda a plena luz.
Tenía cuarenta años, la misma edad que Antonio. Para él era una prioridad mantener su cuerpo en un estado de forma correspondiente a un joven atleta de veinte; el tesón y la calidad muscular operaban el milagro: tórax esculpido y abdomen plano. Ella, en cambio, hacía años que había desistido. El cuerpo que la poseía, menudo y bien proporcionado pero de formas redondeadas en exceso, se había resistido a recuperar su silueta juvenil después de la maternidad. Al final abandonó, aceptando con aparente resignación la discreta pero permanente curvatura del vientre y de las caderas.
Descalza, se acercó a la ventana. De manera mecánica, obedeciendo a una arraigada costumbre, empujó la persiana hacia afuera y se asomó al exterior. El hueco de la ventana se abría sobre el Oñar que discurría manso y con escaso caudal en aquella época del año, lamiendo a su paso los muros donde se asentaban los viejos cimientos del edificio.
Era temprano todavía; no se percibía movimiento ni ruido alguno.
Giró sobre sí misma y sus ojos abarcaron el cuarto por completo, hasta el fondo en penumbra.
Detuvo la mirada en el desnudo torso de Antonio que, acostado de lado y de espaldas a la ventana, se mecía al compás de su respiración. Ella le observó con curiosidad distante. Resiguió con la mirada el cuerpo del hombre. La cabeza, cuya cabellera poblada en exceso disimulaba el exiguo tamaño del cráneo, los hombros, ensanchados a golpe de ejercicios de remo y las piernas que se adivinaban delgadas bajo las sábanas, eran imágenes que se sabía de memoria, imágenes siempre idénticas, que se repetían día a día, desde quince años atrás.
Quedaban lejos los tiempos en los que ella admiraba aquel trabajo de gimnasio y aquel sentido del orden que guardaba su marido incluso durante el sueño.
«¿Cómo es posible que pueda dormir así?», se preguntó con una mezcla de asombro y descorazonamiento. La tibieza con que él había reaccionado ante la noticia, escapaba a la comprensión de Inés.
Su pensamiento regresó a la tarde anterior.
El sábado habían ido a pasar el día a casa de los padres de ella. Raúl, el hijo de ambos, estaba allí desde el inicio de las vacaciones escolares.
Los abuelos, aún jóvenes y en buen estado de salud, acogían con satisfacción a su único nieto para tenerlo consigo en verano, pese a los problemas que empezaban a causarles las claras manifestaciones de voluntad de independencia que acompaña la edad adolescente.
Aquella tarde, Raúl había sido invitado a jugar un partido de tenis en la cancha de unos vecinos. El muchacho, de catorce años, con ideas propias y muy precisas respecto a las cualidades que debían tener las zapatillas de deporte, estaba discutiendo con su madre sobre las que ésta le había comprado en Gerona.
El cruce de opiniones encontradas estaba teniendo lugar junto al ventanal del salón cuando se oyó el aviso de llamada del móvil de Inés al tiempo que sonaba la campanilla de la verja, accionada por un chico algo desgarbado que ella supuso era el nuevo amigo de Raúl. Éste, refunfuñando, cogió de manos de su madre las zapatillas, las metió en la bolsa y se marchó.
Cuando ella alcanzó su móvil, éste señalaba ya una llamada perdida. Miró el número que aparecía en pantalla. Correspondía al teléfono de Carlos. Ella devolvió la llamada y la voz del hombre respondió al instante.
—¿Inés? —inquirió Carlos con inusual gravedad.
Su sexto sentido la puso en ligera alerta.
La parquedad, el tono, y el hecho de que Carlos hubiera dado señales de vida un sábado de agosto, no era en modo alguno normal.
—¿Qué ocurre? —dijo ella.
—Marcel me ha llamado hace unos minutos —contestó Carlos.
—¿Ya han regresado? —preguntó Inés algo extrañada.
Ella no recordaba con exactitud la fecha prevista para la vuelta desde Santorini, pero tenía la vaga idea de que Marcel, Clara y Nicole tenían reservado el vuelo de regreso para mediados de la semana entrante.
—No; me ha llamado desde Fira. Es un desgraciado asunto, Inés.
—¿Qué quieres decir? —inquirió ella.
—Un accidente.
Las piernas de Inés acusaron un temblor. Oprimió el móvil contra su oído mientras extendía su otro brazo tanteando el respaldo del sofá. Sus piernas se doblaron y se deslizó con lentitud, pegada al reposa-brazos, hasta caer sobre el asiento.
En el primer momento la respiración se interrumpió un fugaz instante y los objetos de la sala perdieron definición ante sus ojos. Tras un par de segundos el corazón empezó a latir cada vez con más fuerza golpeando su pecho. La siguiente pregunta salió de sus labios con gran dificultad.
—¿Qué ha pasado?
—Una caída espantosa, desde el acantilado —contestó Carlos—. Ha sido muy grave.
La mente de Inés ya había articulado la siguiente pregunta, pero su voz se resistía a exteriorizarla.
Carlos rompió aquella pausa que se hacía interminable.
—¿Inés? ¿Estás ahí?
—Sí…
—Ha muerto —dijo él, con gravedad.
Como agudos martillazos, al ritmo de su pulso, dos nombres golpeaban las sienes de Inés: Clara, Nicole; Clara, Nicole; Clara, Nicole... Una de las dos estaba muerta. Un doloroso presentimiento la invadió.
—¿Ella? —preguntó a su interlocutor, en un murmullo.
—Sí.
De nuevo se hizo el silencio entre los dos.
Los pensamientos, generados a gran velocidad por la mente de Inés, se agolpaban desordenados en su garganta agarrotada.
—¡Dios! ¡Dios! —exclamó ella, incapaz de articular una palabra más.
—Yo también me he quedado de una pieza.
Inés sostenía con fuerza el móvil manteniéndolo pegado a su oído. Transcurridos unos segundos, pudo reaccionar.
—Te llamo luego —dijo, con un hilo de voz, cortando acto seguido la comunicación.
Inés tenía la boca seca. Con torpeza, se levantó del sofá y se dirigió a la cocina. Cogió un vaso, se acercó al fregadero y lo llenó de agua. Lo apuró con ansia, sin importarle los regueros que se escapaban de la comisura de sus labios y mojaban su camiseta.
Sintió náuseas; el agua se revolvía en el estómago, la invadió un sudor frío y comenzó a tiritar. Trastabilló hasta llegar al aseo. Vomitó. Vio la palidez de su rostro reflejada en el espejo.
Abrió el grifo del lavabo. Aferrada a él, acercó el rostro al chorro de agua. Sentada en el borde de la bañera, tiró de la toalla y se secó con ella.
Salió del baño y abrió la puerta del cuarto de invitados que tenía salida directa al patio de atrás.
Antonio estaba tendido en el suelo, sobre su colchoneta, haciendo su diaria sesión de abdominales.
Inés hacía años que alimentaba en secreto un resentimiento contra Antonio, desde aquella noche en que ella, llena de furia, arrojó al contenedor su colchoneta, sus pesas y los demás artilugios que se le antojaban ya inútiles y su marido bromeó haciendo aquel desafortunado comentario sobre el poderoso atractivo de la Venus de la Fertilidad.
—¡Deja eso, por el amor de Dios! —casi gritó ella.
Sorprendido, Antonio relajó sus piernas antes tensadas a un palmo del suelo, desplegó los brazos que tenía enlazados bajo la nuca, se recostó sobre un codo y alzó la cabeza para mirar a su mujer. Los ojos de ambos se encontraron.
Inés le puso al corriente de la llamada de Carlos y de la noticia.
—Una complicación que pase algo así fuera del país… —dijo él.
Inés clavó sus ojos en la mirada vacua de Antonio.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? —dijo ella entre incrédula e irritada.
Él no contestó.
Hacía tiempo que su mujer y él no podían intercambiar dos frases sin que la tensión hiciera acto de presencia. Se levantó, cogió la toalla que colgaba del brazo del sillón y se calzó las zapatillas.
—Voy a darme una ducha y hablamos. Por lo pronto el fin de semana roto y un mal inicio de vacaciones —dijo él, al tiempo que se introducía en la casa.
—Tú; tú aplaudiste la estúpida idea de este viaje de los tres —acusó Inés, con acritud.
Antonio no la oyó. Se había encerrado en el baño.
Ella no sospechaba hasta qué punto su marido estaba cansado de que ambos compartieran tan a menudo su escaso tiempo de ocio con Marcel, Clara y Nicole y con Carlos, el gran amigo de ellos, que le resultaba especialmente molesto.
Para Antonio, Carlos era un ave solitaria de quien se desconocía con claridad origen y destino, un ave errática de vuelo caprichoso proclive al chiste fácil y a la aventura y para quien la palabra compromiso carecía de significado. «Carlos ¡el divertido, el ocurrente, el inefable Carlos!», se había dicho multitud de veces. No comprendía la razón de que los discursos de Carlos, salpicados de un humor para él incomprensible, provocaran en Inés tanta fascinación. Antonio, hombre de poco verbo, no entendía la seducción que ejercía lo que para él era un rasgo menor y tan accesorio como la facilidad de palabra de Carlos.
Inés quedó unos instantes allí, de pie en el patio, abatida, enfrentada al sabor amargo de aquel distanciamiento que poco a poco se había ido instalando entre su marido y ella, desde el momento en que, para evitar discusiones, uno y otro habían dejado de expresar lo que pensaban y lo que sentían.
El recuerdo de la difunta desplazó a Antonio de su mente.
Se dijo que la desgracia se había cebado en la que menos lo merecía, en la que acumulaba más infortunios, en la que había puesto mayor empeño en alcanzar sus sueños, con tanta fe. Parecía una burla. «¿Caprichos del destino?», se preguntó. «No» Ella no creía en la fatalidad; la muerta tampoco.
Entró en la casa y telefoneó a Carlos. Éste le dijo que el féretro y sus dos acompañantes viajarían con destino a Barcelona el día siguiente. Le dio el número de vuelo y la hora de llegada al aeropuerto de El Prat.
—¿Y él, Marcel, cómo está? —pregunto Inés.
—Por ahora con la serenidad suficiente para entenderse con las autoridades griegas y manejar el asunto en la embajada —respondió Carlos.
Acordaron encontrarse en el aeropuerto diez minutos antes de la hora prevista para el aterrizaje.
Antonio salió del baño y ella le propuso regresar a Gerona de inmediato.
Los padres de Inés se acababan de levantar tras su habitual siesta y ella les explicó, de forma atropellada y breve, lo acontecido. Su madre la abrazó, la retuvo unos instantes y después preparó un cesto con verduras recogidas del huerto. Inés y Antonio se despidieron de ellos, subieron al coche y se marcharon.
Cuando llegaron a casa, Inés se encaminó a la cocina y dejó el cesto con las hortalizas encima de la barra de los desayunos. «¿Qué hay para cenar?», había preguntado Antonio, entrando tras ella.
Por toda respuesta, de espaldas y sin mirarle siquiera, Inés, extendiendo el brazo, le había señalado el frigorífico.
Durante el tiempo que duró la rememoración de lo acontecido el día anterior, los ojos de ella habían permanecido fijos en Antonio, sin verlo. Su marido seguía durmiendo.
El frescor del mosaico había penetrado los pies descalzos de Inés y su mirada se desplazó a ras de suelo hasta localizar sus zapatillas. Pasó por el baño y tras una ducha rápida volvió a la habitación. Sacudió ligeramente a Antonio por el hombro.
—Tenemos que marcharnos pronto. Date prisa —le dijo ella.

2

Una hora más tarde, en la autopista, Antonio estaba conduciendo su Audi a gran velocidad. Ella puso la radio, eligió la emisora de noticias y guardaron silencio durante casi todo el viaje.
Cuando llegaron al aeropuerto, Carlos ya estaba allí.
Inés le vio al momento. No pasaba desapercibido a pesar de que su estatura y su talla eran corrientes. Cabello rubio, lacio y fino, largo hasta la base del cuello, grandes ojos rasgados color verde aceituna, piel tostada y un aro de oro en el lóbulo de su oreja izquierda.
Vestía sus cuarenta y tres años con ropa juvenil, deportiva, siempre de marca, acompañada de complementos y arreglo personal a la última moda.
Nadie sabía a ciencia cierta a qué se dedicaba. Decía ser un simple funcionario del Estado, pero no parecía estar sujeto a horarios regulares ni adscrito a un lugar de trabajo fijo; a veces desaparecía y estaba ausente algunas semanas. En cualquier caso, por los signos externos se podría decir que disfrutaba de una vida placentera.
—Creí que no llegabais… —dijo Carlos, besando las mejillas de Inés y tendiendo a continuación la mano a Antonio.
—Había bastante tráfico —dijo éste.
—Hemos salido demasiado tarde —añadió Inés.
—No he tomado nada desde ayer al mediodía; estoy hecho polvo —comentó Carlos, dirigiendo la mirada hacia la entrada de la cafetería que se hallaba a escasos metros.
—¡Vamos! —dijo Inés.
Carlos y Antonio la siguieron.
El avión estaba a punto de tomar tierra y tenían el tiempo justo para un café. Carlos y Antonio conversaron brevemente; ella apenas habló.
Cinco minutos después, Carlos encabezaba la marcha hacia el sector de la terminal donde se hallaba la sala habilitada para estos casos y se introdujeron en ella.
Aguardaron de pie, de espaldas a la puerta que ellos habían franqueado y con los ojos fijos en la que tenían ante sí y que conducía a las pistas.
—No sé cómo estará; ayer parecía tranquilo —dijo Carlos.
—Suele ocurrir en las primeras horas; después, igual se viene abajo —respondió Antonio.
—Pronto lo veremos —contestó Inés.
Unos minutos más tarde, la puerta frente a la que se hallaban se abrió.
El sol intenso del exterior operó un fuerte contraluz que recortaba, en negro sobre un blanco cegador, una silueta masculina imponente y oscura. Era Marcel.
Permaneció allí, en el umbral, inmóvil durante unos instantes, mirando hacia donde ellos estaban.
El recién llegado era un hombre de poco más de cincuenta años, alto, atlético, de facciones armoniosas en un rostro rectangular enmarcado por cabellos oscuros entreverados de canas en cada una de sus sienes. Su tez clara estaba ligeramente bronceada. Vestía un pantalón gris de corte clásico, camisa blanca, el primer botón desabrochado, sin corbata y en el brazo una chaqueta ligera color piedra. De porte impecable, su imagen destilaba gran elegancia pese a su aparente sencillez.
Tras unos segundos, a paso lento y mesurado, con notable aplomo, inició el avance hacia aquellas tres personas que le miraban expectantes.
«Como un gran felino», pensó Inés.
—Lo siento de veras, Marcel —dijo Antonio al tiempo que se le acercaba.
—Gracias… —contestó Marcel, ladeando ligeramente la cabeza mientras entrecerraba los ojos. —¿Hace mucho que esperáis? —preguntó, dirigiéndose a Carlos.
—No, hemos llegado poco antes de la hora prevista para el aterrizaje —respondió Carlos, mesándose los cabellos mientras apoyaba su mano en el hombro de Marcel.
—No sé qué decir, Marcel, estoy… estoy trastornada. Inés, de puntillas, intentó alcanzar el rostro del hombre, que se inclinó para recibir el beso.
En la mente de Inés se sucedían, alternándose, como punzadas, las imágenes del rostro de Clara y del rostro de Nicole. La invadió una vaga lasitud; después una náusea y a continuación la cabeza comenzó a darle vueltas. Tenía que sobreponerse a aquel mareo que se estaba apoderando de ella, lo que consiguió con un gran esfuerzo de su voluntad.
A continuación, la mirada de Inés fue la primera en desplazarse sucesivamente de Marcel a la puerta del fondo y viceversa, preguntándose la razón de que hubiera entrado solo y el porqué de la tardanza de su acompañante.
Los tres pares de ojos interrogantes se centraron en Marcel, que, en correcto castellano impregnado de un atractivo acento francés, adelantó la respuesta a aquella pregunta aún no formulada.
—Ha regresado en un vuelo directo esta mañana. Estaba cansada, rendida. Todo esto ha sido muy duro. Para ella, todavía más.
Inés sintió que un escalofrío recorría su columna vertebral. Se dijo a sí misma que no era la primera vez que Marcel mostraba su capacidad para leer los pensamientos ajenos y tenía a punto el argumento lógico, la respuesta conveniente que de alguna manera abortaba ulteriores comentarios. «Demasiado tranquilo, demasiado sereno», se dijo mientras sentía que la inquietud que la había devorado la noche anterior recobraba nueva fuerza y la poseía con mayor intensidad.
Marcel portaba una bolsa de mano de color negro y un grueso libro. Inés se fijó en aquel volumen. Era una Biblia.
Antonio apartó los ojos del recién llegado para dejarlos fijos en el suelo y Carlos parecía observar al viajero desde la distancia.
Inés tenía ahora casi la certeza de que sus sospechas de la vigilia no habían sido gratuitas. Intuía algo tenebroso en aquel asunto, de la misma manera que advertía un brillo metálico en los ojos pardos de Marcel.
—Tú ¿cómo estás? —preguntó ella.
—Perplejo, aturdido… no sé; teniendo en cuenta las circunstancias, puedes imaginártelo —contestó Marcel, mientras bajaba la cabeza y cubría sus ojos con la palma de su mano izquierda.
Unos segundos más tarde, Inés seguía mirando a Marcel de hito en hito. También cuando flanqueada por los dos hombres le tomó del brazo para sacarle de aquella sala.

3

Escasos eran los números de teléfono que Carlos tenía de quienes constituían el entorno más cercano de la difunta. De ellos, a pocos pudo localizar para darles cuenta del inesperado evento. Era un dos de agosto y el éxodo estival ya había tenido lugar.
Apenas una docena de personas asistieron al entierro.


EL DIABLO EN SANTORINI, de Rosa María Torrent.
Formato, papel:
ISBN 978-84-16054-29-9, 365 páginas.
Ediciones Carena, Barcelona (2014)