domingo, 20 de julio de 2014

VIEJOS LIBROS SUPERVENTAS

En el largo pasillo del piso en el que nací había un mueble pequeño, estrecho, de madera de castaño, muy apreciado por mis padres. Y era muy apreciado el mueblito por una doble razón: tanto él como su contenido eran las únicas concesiones a lo “no indispensable”. Duros eran los tiempos.

Encima del mueble, sobre una peana, agarrada a un peñasco y batiendo las alas, estaba vigilante una hermosa águila. Puedo ver ahora aquella figura como si la tuviera ante mí en este mismo momento. Debajo, estaban los primeros libros que mis ojos descubrieron… y a los que yo no podía acercarme salvo cuando estaba sentada en las rodillas de mi padre mientras él me los mostraba. 

El águila, no sé por qué razón ni de qué manera, desapareció con los años. Los libros siguen en casa.

No eran muchos, no. Seis tan solo. Éstos:

Cinco semanas en globo, de Julio Verne; edición de 1934. Ramón Sopena.
Las cuatro plumas, de A.E.W. Mason, edición de 1944. Editorial Vives.
Clania, de Pablo Cavestany;
Scaramouche, de Rafael Sabatini;
Felipe Derblay, de George Ohnet;
y una gramática catalana anterior a la de Pompeu Fabra.

Menos éste último, los otros cinco libros, novelas. Claro.

Recuerdo perfectamente el momento en que se me concedió el privilegio de dejarme leer una de ellas. Fue la de Julio Verne.
Hay que decir también que en aquel entonces yo ya tenía mi propia colección de libros infantiles, bastante nutrida, y que conservaba en buen estado a pesar del constante manoseo por las lecturas repetidas.

Las imágenes que ven no son mías; estos libros no los tengo conmigo aquí y por tanto no los he podido fotografiar pero he echado mano de Internet y éstas son algunas de las cubiertas. Las que he hallado. Tal cual.

Al hilo de estos recuerdos, de estas cinco novelas y de sus autores… 
George OHNET, francés (1848-1918). Dramaturgo y novelista. El más vendido de su época. Más que Zola, y ya es decir. Muy distintos, aunque eso es otra cuestión. 


OHNET estudió leyes y ejerció de abogado durante un tiempo; poco. Después trabajó en periodismo y de columnista pasó a escribir teatro y novelas.

“Felipe Derblay”, se publicó en Francia en 1882 con el título de «Le Maître de forges». En Inglaterra lo fue con el título «The Ironman or Love and Pride».

Grande fue, de inmediato, la aceptación de esta novela, tanto en los dos países que acabo de mencionar como en Italia, Alemania, Portugal, España y Estados Unidos.
En apenas dos años alcanzó más de 160 ediciones; y a finales de 1910 había conseguido más de un millón de ejemplares vendidos sólo en Francia y 400 ediciones.

No está nada mal ¿verdad?

Para quienes no lo sepan, decir que es una novela costumbrista a caballo —dicen algunos— entre el “Orgullo y prejuicio” de Austen y “Norte y Sur” de Gaskell.

Fue representada, durante años, en teatro y ha sido objeto, asimismo, de adaptación cinematográfica.

domingo, 13 de julio de 2014

CURIOSIDADES


Divirtámonos, al menos, “metaforeando”: 



Cuando uno/a poco o nada sabe de Física, guarda la Tercera Ley de Newton en el olvido, ignora todo lo que averiguaron Bacquerel, Curie, Rutherford, Chadwick, Fermi, Hahn, Strassman, Mietner, Frisco y Bohr, y sus conocimientos están a años luz de los que tenía Einstein, mejor que se lo piense dos mil veces antes de acercarse a un neutrón… por cuanto es elemento de un átomo. (Y ¡la que puede liar!)




sábado, 12 de julio de 2014

PALABRA DE ESCRITOR


"La idea debe ampliarse con personajes, con marco, con ambiente. De lo que se trata es de vivir con los personajes en su marco durante un tiempo antes de escribir la primera palabra."

Patricia HIGHSMITH


domingo, 6 de julio de 2014

RETALES DE TEXTO

   
   «Fuera o no por culpa de su indigesto matrimonio, tenía ganado ya el hábito de provocar conversaciones a costa de su persona. Hoy cuchicheaban de sus broncas pero mañana hablarían quizá de algo mejor. Ya era un personaje. Un bien de interés general para el vecindario. Por algo se ha de empezar. Y, normalmente, se empieza desde abajo.
       De momento, sus ingenuos sueños de notoriedad se proyectaban hacia el reducido espacio rectangular de la pantalla del televisor. A veces se imaginaba superando los nimios retos de un concurso vespertino, y otras, cuando la amable lasitud de la madrugada avivaba la euforia interior, se veía ocupando el sillón de los invitados de honor en el magacín de máxima audiencia, protagonizando la típica entrevista al fenómeno o la sorpresa del año, esa oportunidad única que tienen en la vida los que no nacieron bajo el sino del éxito o el prestigio. Curiosamente nunca se predijo como una futura diseñadora o modista, sino que, ya puestos a fantasear, prefería estimularse con hitos más peregrinos. Estaba claro que para alguien como ella el triunfo nunca llegaría como la cumbre o la meta de una trayectoria dirigida a lo largo del tiempo. Las personas de su condición alcanzaban la fama de súbito, como quien gana a la lotería, por fortuna y no por acierto. Si un medio había al alcance de tales sueños, ése era sin duda la televisión.
       El enigma residía en cómo ir a parar hasta allí. Qué hacer de extraordinario para merecer un espacio, por mínimo que fuese. Una de las primeras cosas que pensó Dora tras la detención de Murphy fue que dispondría de tiempo para acometer proyectos personales al margen de las costuras y los arreglos textiles de cada día. Aunque no parecía tener demasiado sentido, la primera decisión de casi todos los recién separados era la de cambiar radicalmente de personalidad, en lugar de intentar recuperarla. Había leído tres o cuatro libros de esos que llamaban de autoayuda durante los tiempos muertos que hubo de rellenar a lo largo del período judicial previo a la encarcelación de Murphy. Eran mamotretos condescendientes que dejaban una vaga sensación de mediocre placebo, aunque ella, lectora displicente y de nula ambición académica, disfrutaba de aquella forma facilona de recorrer los lugares comunes de la frustración. Creyó firmemente en sus posibilidades de convertirse en autora. Sólo tendría que cambiar o disfrazar su nombre auténtico a base de giros fonéticos que remitieran a la India, Latinoamérica o el Tíbet. Era lo suficientemente experta en insatisfacción personal como para permitirse la arrogancia de regalar consejos. No obstante, su libro no sería de autoayuda sino de ayuda, a secas. No entendía lo del prefijo reflexivo. Se suponía que esos libros se escribían para ayudar a los demás y lo de “autoayuda” sugería que el verdadero beneficiado era el autor. Era como si un médico le dijera al paciente “voy a automedicarle”. Así que esos mequetrefes elocuentes que escribían aquellos libros eran tan farsantes como los santones que poblaban la madrugada de las cadenas locales con sus grotescas túnicas y sus dedos embutidos en horribles anillos. Dudaba si en verdad aspiraba a convertirse en algo así. De lo que estaba segura era de que cualquier cosa, incluida aquella excentricidad literaria, era mejor que lo que tenía ahora a su alrededor.
       Antes de sopesar salidas tan narcisistas, ya había intentado el camino más previsible, aquél que habría ocupado el capítulo uno en el índice de su hipotético tratado de alternativas a un matrimonio infeliz: buscarse a otro.»

LA VIDA PRIVADA DE DIOS (Novela)
de

José Ignacio GARCÍA MARTÍN